El libro La primera edición de Máximes i mals pensaments, publicada con el lema Pensa mal y no erraràscomo subtítulo, del artista y dramaturgo Santiago Rusiñol, salió a finales de 1927 de los talleres que la catalana Llibreria Espanyola tenía en el número 8 de la calle de l’Om, en Barcelona. Bajo la apariencia de un pequeño breviario y con el módico precio de dos pesetas, aquel tardío opúsculo –su autor tenía ya sesenta y seis años cuando apareció– vino a ser el mejor resumen del complejo pensamiento rusiñoliano. Un testamento vital, sintetizado en doscientos aforismos, provocador y original a partes iguales, en el que Rusiñol mira el mundo con ferocidad no exenta de humor y sano distanciamiento, y que Francisco Fuster nos ofrece ahora en una cuidada traducción. 

«Rusiñol es un caso de dilapidación, de prodigalidad de facultades impresionante, sin precedentes», Josep Pla.

«Gloria al buen catalán que hace luz sumisa 
–jardinero de ideas, jardinero de sol
 
¡y al pincel y a la pluma, y a la barba y la risa 
con que nos hace alegre la vida Rusiñol!», Rubén Darío.



El autor Nacido el 25 de febrero de 1861 en Barcelona (España), Santiago Rusiñol desde muy joven y pese a la oposición de su familia, demostró una temprana vocación por el dibujo y la pintura que jamás le abandonaría. Tras varias décadas ocupado en formarse y en construir su propia imagen como líder del Modernisme, a principios del siglo XX se instaló en Sitges, donde se dedicó a la pintura de jardines y a la creación de obras de teatro –el género literario en el que más destacó, sobre todo a raíz del éxito que supuso el estreno de L’auca del señor Esteve (1917)– con fines más bien comerciales. 

En su obra literaria, siempre en catalán, se incluyen poemas en prosa como Oracions (1897), los dramas L'alegria que passa (1897), El jardí abandonat (1900) y Cigals i formigues (1907), y las novelas costumbristas La niña Gorda (1914) y El català de La Mancha (1917). También escribió para periódicos como La Vanguardia o revistas como L'Esquella de la Torratxa. Durante el último período de su vida y hasta su muerte acontecida en Aranjuez el 13 de junio de 1931, el agravamiento de su estado de salud le impulsó a adoptar una actitud descreída, entre la tristeza y el escepticismo.