Animal que escribe en el blog de Moga
En los encuentros multitudinarios hay mucha soledad, sobre todo en los literarios, donde el ego de cada autor genera una especie de vacío de su alrededor, una órbita de arisquez e impenetrabilidad, como un cinturón de meteoritos que ciñera un planeta inhóspito, que solo puede atravesar la admiración. Uno creería que la dedicación común a la literatura nos haría fraternos, miembros de una misma cofradía de la inteligencia y la sensibilidad, pero pronto descubre que lo único que nos une es la voluntad de ser distintos. En este entorno indiferente y, con más frecuencia aún, hostil, encontrar a una buena persona, que además sea un buen escritor, es una bendición tan improbable como preciada. A mí me pasó en un encuentro poético en Villahermosa, México: conocí a Orlando González Esteva, un escritor cubano afincado en Miami. De él solo tenía, antes de que nos reuniéramos cerca del Yucatán, alguna vaga referencia, porque había publicado algunos libros en España, pero yo no los había leído. Sin embargo, cuando me senté con él a la mesa del desayuno, el primer día del encuentro, por casualidad (igual habría podido sentarme con alguno de los siesos que me rodeaban aquella mañana, ávidos de que se les rindiera pleitesía), tuve la sensación -esa, milagrosa, que todos hemos tenido alguna vez- de que nos conocíamos de toda la vida. Orlando es un hombre amable, ingenioso, educado, ayudador, culto, sensible, de trato natural -lo que es dificilísimo entre escritores- y un gran conversador. Así que no me hizo falta buscar más: allí estaba mi compañero ideal, al que, para mayor satisfacción mía, se unieron otros compañeros excelentes: los mexicanos Ernesto Lumbreras y Claudina Domingo, y la dominicana Ariadna Vásquez. He dado cuenta de todo ello en el relato del viaje a México contenido en La pasión de escribil. Del trato personal con Orlando pasé al trato literario (una evolución que suele rendir frutos mucho mejores que el inverso: del literario al personal, que aboca casi siempre a la decepción, si no al aborrecimiento) y descubrí, en Los ojos de Adán -que he reseñado en el último número de la revista Guaraguao-, en la antología ¿Qué edad cumple la luz esta mañana?, publicada por el Fondo de Cultura Económica, a un autor feliz. Borges decía que había pocos escritores felices, y citaba a Mark Twain. Hay otros que, si no lo son, lo parecen, como Chesterton u Oliverio Girondo. Yo tengo a Orlando por uno de ellos, aunque su vida no esté exenta de pesadumbres: de niño tuvo que abandonar la isla en que había nacido, con un desgarro familiar grande, y asentarse, como tantos otros cubanos, en una tierra extraña. Por eso, creo también, su literatura es una constante reivindicación de la pureza de las cosas, del renacimiento de las cosas, de la voluntad de hacer que las cosas sean por primera vez -para lo que hay que saber mirarlas por primera vez-, como si todo buscase su reinicio, su cicatrización. En el núcleo de ese deseo, de esa lujuria de la natividad, está Cuba. Orlando, que lleva casi medio siglo viviendo en Anglosajonia, es Cuba con forma de hombre: la transporta a donde quiera que vaya; la transfunde donde quiera que esté. No es una Cuba impositiva, sino atmosférica y nutricia; una Cuba de acentos y rememoraciones, de costumbres y ausencias. Pero, sin que haya paradoja en ello,Orlando es también un hombre del idioma, un autor opuesto a lo local, que conoce todo lo que hay que conocer de la literatura en español de los dos últimos siglos, y que ha incorporado lo mejor de ese patrimonio a una escritura deliciosamente obsesiva. Publica ahora, en una nueva colección de ensayo de Vaso Roto, "Cardinales", Animal que escribe, un conjunto de artículos, o ensayos breves, sobre un aspecto generalmente desatendido de la obra de su compatriota José Martí: su preocupación por las menudencias de la naturaleza, por la minúscula exuberancia de la vida, llevada a la luz por una sensibilidad potente como una lupa y una prosa arrebatadora, de la que Rubén Darío (¡Rubén Darío!) dijo que le gustaría decir en verso lo que Martí decía en prosa. De Martí aún recuerdo aquel poemita, de Versos sencillos, que nos hacían memorizar en clase de literatura en el colegio, cuando todavía se enseñaba literatura en los colegios: "Cultivo una rosa blanca/ en junio como en enero/ para el amigo sincero/ que me da su mano franca.// Y para el cruel que me arranca/ el corazón con que vivo/ cardo ni ortiga cultivo;/ cultivo la rosa blanca". Me admira la luminosa sencillez de estos octosílabos, y me admira, al mismo tiempo, la plenitud y espesura de su obra mayor, en la que no solo hierve el ideológo de la independencia, el ensayista que es casi filósofo, sino también el periodista omnívoro, el poeta complejo y el prosista descomunal. Recientemente, he vuelto a encontrar a Martí en Whitman: el cubano fue el primero en dar a conocer al autor de Hojas de hierba en el mundo hispánico. En 1887, Martí, exiliado en Nueva York, asistió a una conferencia de Whitman sobre Abraham Lincoln en el teatro Madison de la ciudad. Quedó tan impresionado por las palabras de barbudo genial, que publicó una crónica entusiasta, "El poeta Walt Whitman", en sendos periódicos de México y Argentina, en abril y junio de ese mismo año. Rubén Darío, cómo no, la leyó y se interesó tanto por Whitman, que le dedicó uno de sus "medallones" en la segunda edición de Azul, un soneto admirativo. Y de Darío pasó a todos: Unamuno, Juan Ramón y, más tarde, Neruda, Lorca y León Felipe. Pero el origen de aquella cadena de admiración era Martí, la perspicacia, la fibra poética de Martí. Orlando González Esteva recrea y glosa otra suerte de hallazgos del autor de Versos sencillos: lo que Martí escribió sobre una araña, sobre una hormiga, sobre unos zapatos, sobre una mula, todo eso que constituye el microcosmos, concreto, polícromo, en el que descansa el pensamiento más catedralicio, la elucubración más ascensional. Y lo hace con el estilo alegre, plagado de entusiasmo y erudición, que lo caracteriza. Orlando escribe como quien canta en la ducha, como un niño -pero un niño muy sabio- que jugara con las palabras, como alguien que descree de que la literatura haya de ser pétrea, sombría o adoctrinadora. La suya es todo lo contrario: ingrávida, irónica, celebratoria, abismal. Su prosa -y su poesía- se disfrazan de liviandad, que es, en realidad, densidad aérea, pensamiento en vuelo, elevación musical. Leer Animal que escribe es un placer inacabable: tanto José Martí como Orlando González Esteva son animales que escriben, a menudo sobre animales. No es inexplicable que el segundo se haya fijado en este aspecto de la escritura del primero. También Orlando se ha dedicado, en libros anteriores, a reivindicar lo pequeño, lo raro, lo sustraído por la cotidianidad a nuestra percepción, lo que nadie osaría reinvindicar. Cita Orlando a Martí:
Se sabe que es el micrófono un instrumento que permite oír con claridad perfecta sonidos tan débiles que pudiera aparentemente haber derecho para negar su existencia. Merced al micrófono, un químico inglés ha llegado a demostrar que esas moscas infelices que miramos sin compasión, y que tan a menudo perecen a manos de niños traviesos, sufren tan vivamente como el más sensible de los mortales, y expresan su dolor en gemidos prolongados y angustiosos, que el micrófono transmite distintamente al oído, y que tienen la naturaleza del relincho del caballo.
Y escribe Orlando:
No hay muchas moscas en la obra de Martí, pero es obvio que el sonido amplificado de estas, hostigadas o moribundas, lo conmovió. El vocabulario que utiliza para denunciar su infortunio y la alusión al caballo, animal de su predilección, dan fe de la empatía que sintió hacia ellas. La sola idea de que un relincho angustioso no fuera más que una variación a gran escala de los gritos de una mosca maltrecha tiene que haberlo abismado. Si la capacidad de sufrimiento del insecto no era inferior a la de ninguna criatura mayor que él ni a la nuestra, nadie que pretendiera matarlo o lo matara le parecería merecedor de disculpa, ni él mismo: Y si mato una mosca, me pongo a discutir con mi conciencia si he tenido el derecho de matarla.
EDUARDO MOGA