Canción del distraído en Rima interna de El Cultural




Ninguno de los libros que había publicado hasta ahora Vicente Valero (Ibiza, 1963) era una mera acumulación de poemas, sino un conjunto orgánico, en el que el lugar de cada parte dentro del todo era parte intrínseca de su significado, y su relación con las otras partes, parte de su ser mismo. Así que casi era de esperar que llegado el caso de antologar esa obra, como ahora ocurre en Canción del distraído (Vaso Roto ediciones), no se limitase a escoger poemas de cada libro en orden cronológico, sino que el resultado fuese, como es, un nuevo ser estructurado y vivo organizado, eso sí, más para abrir las lecturas que suscita que para cerrarlas, más para invitar a la intuición que para coartarla. El libro, además, incluye unos cuantos inéditos, así que, resumen como es de la obra de Vicente Valero, también es, sin duda, un libro nuevo.

Habla la nota editorial de los referentes de Juan Ramón Jiménez, Elytis, Seferis. Estos dos aparecen citados al final del libro, y algo hay de ellos en este libro que hace de la insularidad un eje, y de su atmósfera un lenguaje. Valero describe más que cuenta, y no es que en esta poesía no haya yo, sino que el yo es todo: el mar, la luz, la palabra, también son yo, un yo que no es yo, si me perdonan el retruécano, sino la suma de lo percibido por los sentidos, rotas las fronteras de la piel y de la mirada.

Valero acierta además al lograr unas atmósferas densas, en tres dimensiones (como ocurre en los poemas mejores de Ritsos), unos poemas que invitan a la lectura demorada, porque de un verso a otro se puede ir por más de un sitio, y cada camino elegido desborda de nuevos significados. Cada lectura ilumina de forma distinta este paisaje, esta atmósfera, vivos. Y las presencias humanas en este espacio denso (el caminante, el cazador…) no pesan más que la sed o los ladridos. Aquí hablan los ciervos y se habla con los pájaros, aunque a menudo todos pronuncian, sobre todo, interrogaciones que no esperan una respuesta, sino una reacción. Hay aquí la épica de la intertextualidad, de la intergestualidad: cada gesto importa por todas las veces que se ha repetido antes de esta, en cada instante aparecen condensados todos los instantes del pasado, como si cada segundo fuera un segundo de la duración bergsoniana.

“Viaje a la claridad” se titula el último poema de este nuevo libro de Valero, y esa podría ser su poética. O tal vez mejor “viaje por el interior de la claridad”: esta poesía nos abre los ojos a una dimensión nueva, nos hace caminar y entender cosas que antes de leerla eran planas y sin textura. La poesía de Vicente Valero añade una dimensión más al mundo que conocíamos: dentro de ella, contemplar es preguntar y la luz, entendimiento.



Viaje a la claridad

Para empezar a ser, una vez más, esta mañana, aquí. (Sombras
aún bajo este cielo posible, indiferente). Árboles cada vez más
amanecidos, donde el pájaro dice no solamente el sol, sino la luna
a medio huir. Encaramarse para ir descubriendo, para empezar a
ver más claro. Buscar el mar. (Con toda la noche a cuestas: sombras
aún hacia ninguna parte).

Inventar un camino. Por donde las adelfas, los gatos húmedos, las
granadas resecas. Ah, cada huella será después humo de agosto,
ascua silenciosa a la espera, mapa del fin del mundo. Ver, saber
ver entre los bancales dormidos. (Nada que no sepamos, pero
todo lo que necesitábamos recordar). Palpar entonces las raíces:
ásperas y oscuras como presentimientos.

Y más allá por fin la roca negra, con sus algas perpetuas, con
sus espumas abrasadas. ¿Para ganar a nado la promesa de tanta
claridad? Buscar el mar por el camino que aún no vemos.


MARTÍN LÓPEZ-VEGA