Carcaj en Página 12
En los últimos poemas de Mercedes Roffé, versos breves como las flechas contenidas en un carcaj van develando en jirones narrativos la presencia del ser en el lenguaje.
Carcaj: Vislumbres es el libro donde Mercedes Roffé lleva al extremo ese trabajo que es el núcleo de toda gran poesía: romper los eslabones que unen las palabras y las cosas, para ensayar reconcatenaciones capaces de inscribir un ciclo inédito, un ser de lo sensible. Como un viento que sopla a través de un plano fijo –el libro como “caja que suena”–, como si las palabras fuesen ramas dispuestas en el blanco de la hoja, su poesía es audible en el ojo lector que atraviesa entramados, “catedrales/ que alguien/ construye/ a voluntad” (¿o son esas arquitecturas las que hacen que el silencio se escuche?).
“Con Dios todo está permitido”, dice Deleuze hablando de Spinoza, y es precisamente la sujeción a un nombre, presente pero inexplicable, lo que permite a Roffé liberarse y soltar líneas, rugosidades, fluidos como ideas-sensaciones. Versos breves (a veces de tan sólo dos o tres palabras) que son flechas que el poeta guardaba en su carcaj, y sólo al ser lanzadas al espacio vacío o mundo en ciernes, se convierten en estrellas fugaces, vislumbres de un sentido, “siluetas espectrales/ en las que danza la vida / o quizás una vida/ no de aquí”.
Los paisajes de niebla, humo y acuosidad que habitan este libro borronean toda representación estable, y sin embargo erigen desde allí una poesía concreta (sean ideas o imágenes, sea que se hable del amor o del cuerpo), una sintaxis que martilla sentidos, muchas veces en forma fulminante, con la energía y luminosidad de un rayo.
En lugar de adjetivar, la poeta utiliza sustantivos que son como inventarios, capaces de dar cuenta, por ejemplo, de las formas tortuosas de la espera: “sus fosos/ sus resquicios/ sus caries/ sus fisuras/ sus brechas y rendijas/ sus huecos y ranuras/”.
Enseguida el lector más o menos avieso se da cuenta de que esta poesía desentona con la mayoritariamente narrativa, referencial, que uno acostumbra oír en festivales (y que puede tener altos momentos), y más bien es visible como marcas en un palimpsesto, o huellas en la nieve (¿de pájaros, de borceguíes?), cuya aparición y desvanecimiento son casi simultáneos.
El vislumbre es la nostalgia de ese “nombre en sazón”, y entre los huecos de ese caos ordenado –uno de los poderes que logra materializar la poesía de Roffé–, poco a poco amanece una silueta, jirones de una historia. De esculpir en el viento, ligar versos como cuentas de un collar, va apareciendo el ser, un híbrido que es cuerpo y a la vez un sujeto de verbo, “suelo perfecto” y “máquina increada”: “el metal migratorio del sentido”.
Esta gnosis está sólo reservada a aquel que pueda oír. Y si alguno la acusara de abstracta, es que no pudo entrar a esa especie de hambre, de nostalgia de lo aún increado que tensa todo el libro, ese estado que puja hacia lo abierto, “cuando no había día ni noche/ pautando el cielo/”, “sino un desvelo, moroso, infinito, escandiendo/ el afanoso forjar del demiurgo”.
MARIO NOSOTTI