Cicatriz en el blog de Carlos Alcorta




No resulta fácil escribir sobre aquellos libros que, por una u otra causa, nos deslumbran, aunque aparentemente parezca lo contrario, porque ese deslumbramiento corre parejo a una sensación de incertidumbre que, en muchas ocasiones, bloquea, paraliza la propia escritura.
Es necesario dejar ese libro del que hablamos en la estantería, dejar reposar la impresión que nos produjo su primera lectura en los pliegues de la mente y retomarlo pasados unos días o unas semanas, según el caso. Algo de esto me ha ocurrido con Cicatriz, el último libro traducido al español de Charles Wright (Pickwick Dam, Tenesse, 1935), autor a quien se le viene prestando un meritorio interés en nuestra lengua. Recordemos que la editorial El Tucán de Virginia publicó Apalaquia en 2003, traducido por Valerie Mejer y E.M. Test; que la editorial Pre-Textos hizo lo propio en 2002 con Zodiaco negro, en traducción de Jeannette L. Clariond, quien también se ocupó de traducir para la extinta editorial DVD Una breve historia de la sombra (2009), así como Potrillo, publicado en 2011 por Vaso Roto, la misma editorial, aunque esta vez la magnífica traducción corre a cargo de Carlos Jiménez Arribas, que se ocupa de Cicatriz, libro que vio la luz en su versión original (Scar Tissue) en 2006 y fue galardonado con el International Griffin Poetry Prize en 2007. Desde esa fecha, Charles Wright, que trabajó como profesor en la University of Virginia en Charlottesville y actualmente es Poeta Laureado de los Estados Unidos, ha publicado, y nos referimos sólo al ámbito de la poesía, libros como Littlefoot (2009), Sestets (2009), Bye-and-Bye. Selected Late Poems (2011) y el más reciente, Caribou (2014), por alguno de los cuales ha obtenido premios tan importantes como el Bollingez Price, en 2013. Creo que esta extensa enumeración, que puede resultar algo tediosa, es del todo imprescindible para calibrar la relevancia del poeta, una de las voces más sobresalientes de la riquísima poesía norteamericana actual, voces entre las que se encuentras poetas bien conocidos por los lectores españoles, como Asbhery, Charles Simic, Merwin, Anne Carson o el recientemente fallecido Mark Strand, por citar sólo algunos de los más significativos.

El libro está divido en tres partes de diferente entidad. La primera y la tercera están conectadas por la segunda sección, integrada ésta por un largo poema fragmentado que presta título al libro completo, «Cicatriz», poema dividido en dos tramos, que funciona como una especie de bisagra que acopla los recuerdos de la infancia convertidos en poemas, «Despedida de Appalachia» («¿Y a dónde nos dirigíamos?/ A la tierra del Relato, ese oscuro territorio/ que cuenta frase a frase nuestra historia, que le da un principio y un final…»y «El perro de Appalachia» («Parece que lo estoy viendo todavía…»), respectivamente que encabezan la primera y la última de las secciones. Hay un aliento, un hilo conductor fácilmente reconocible que enhebra las palabras, los versos, los diferentes poemas, la mitificación de los recuerdos de la infancia (aunque no percibamos en ello melancolía o nostalgia), hasta el punto de que el poeta escribe, implorando a una divinidad vinculada a la Naturaleza, a los efectos que de ella emanan, «Ayúdanos a no perder jamás de vista dónde nos criamos, ayúdanos/ a aferrarnos a lo que ya había…», tal vez porque Wright posee el convencimiento casi absoluto de la impenetrabilidad del más allá y esa convicción es la que le conduce a conceder una importancia extrema al mínimo suceso, a la pincelada más delicada que pueda dar forma al recuerdo. Para conseguir su objetivo, el autor no duda en hacer una descripción pormenorizada («No es tanto la descripción como lo que describes», puntualiza el poeta) del escenario donde el poema se desarrolla. Disponemos de muchos ejemplos, y bastará sólo con mencionar alguno de ellos, como éste: «Todavía es 1942,/ todavía tenemos el humo de la fogata en los dos ojos, mi hermano y yo/ miramos hacia el agua en la distancia, incandescente con el sol/ esperando a que mi padre aparezca…». El paisaje, la vegetación, los accidentes naturales, la lluvia o el viento, la luz que todo lo ilumina no son actores secundarios en la película de su vida, esa vida, o parte de ella, que refleja el poema «Breve historia de mi vida»: «yo nací una mañana de domingo,/ intocado por los cielos/ con poco pelo, sin dientes, con las sombras del crepúsculo en su corazón,/ y a mucho camino del camino», en el que narra, con diferentes precisiones de orden geográfico (algunos lugares de Italia, país donde según el autor, volvió a nacer: Verona —ciudad en la estuvo destinado tras su incorporación al ejército de los EEUU entre 1957 y 1961—, Garda, los Dolomitas o Roma —entre 1963 y 1965, gracias a una Beca Fulbright—), ciertos acontecimientos que han definido su vida y que han provocado en el autor un sentimiento de gratitud que atraviesa de punta a cabo el libro: «Sólo el mundo con su gracia oscura./ Y yo he tratado de retratarlo». El escenario, el entorno y los objetos que lo ocupan, como decía, son parte importantísima en el discurso poemático porque son el punto de partida desde el cual se suceden las reflexiones de orden moral que acucian a Wright, un poeta más comprometido con los asuntos que conciernen a su propia identidad y con los conflictos del yo —narcissus poeticus, lo denomina— de lo que una lectura superficial podía darnos a entender. Su conocimiento de la poesía italiana, especialmente de Dante y su concepción circular del universo, pero también de Montale o Dino Campana ha influido de forma permanente en su manera de ver el mundo y las emociones que esa mirada suscita.

Otro argumento, no menor, que actúa como columna vertebral en muchos de los poemas, lo que delata la importancia que tiene para el poeta, es el de la construcción del poema y su relación con la memoria, es decir, hasta qué punto es el lenguaje capaz de transcribir la abismal grieta que separa lo vivido de lo recordado, asunto éste que trae de cabeza a infinidad de poetas contemporáneos. «El tema siempre fue el idioma —escribe Wright— y la idea de Dios/ fue el fantasma que sobre mi pequeño mundo/ se cernía, mi portavoz para el significado,/ mi garra y mi pico brillante…», porque, como escribe en un poema anterior, «El emblema de la memoria es el abismo, y eso no es ninguna metáfora».

La necesidad de contemplar lo cotidiano, lo habitual, lo más cercano, con una mirada escrutadora, no amansada por la repetición, es algo que también defiende Charles Wright reiteradamente en los poemas de Cicatriz. «Sólo lo obvio, con su raro cuello, nos mantiene atentos», escribe. Sólo a través de esa mirada desprejuiciada el poeta, y por consiguiente, el lector, será capaz de percibir los sutiles matices con los que está coloreada la realidad, sólo gracias a un cuestionamiento interno de las leyes que rigen el tiempo, de su presunta linealidad y de su relación con las cosas y con los seres que lo habitan, puede el poeta dar crédito a la configuración evanescente de la realidad que obra la memoria. Los poemas de Wright poseen un ritmo eminentemente narrativo, sin embargo, dicha narratividad se malogra con mucha frecuencia y el discurso o, mejor sería decir, la descripción se entrecorta, se fragmenta con momentos reflexivos de carácter moral y trascendente —generalmente realzados en versos sentenciosos y contundentes— y con largos interrogantes que contribuyen a crear un clima de incertidumbre vital en feroz correspondencia con la indagación metafísica del universo que realiza a través de la naturaleza, algo en lo que es fácil detectar la influencia de Walalce Stevens. La naturaleza se contempla con admiración, pero también con desasosiego: «La naturaleza no tiene negativo./ Nada se pierde en ella», escribe en el poema «Vestigios de la China». La vastedad natural se contrapone al vacío espiritual que experimenta el poeta ante la dificultad de aprehender lo real, de conocerlo en su totalidad, aunque para ello se valga de hechos autobiográficos —el mismo viaje a China, por ejemplo—, de notas o de imágenes de su mundo privado, de lecturas o de su acervo cultural (Wright es un enamorado del cine italiano, especialmente de autores como Fellini o Antonioni y reconoce que ha aprendido en ellos el sentido de la inmediatez, el corte rápido de la escena, la presentación directa de los hechos o el paso repentino de una imagen a otra, características todas ellas que encontramos en su poesía), a pesar de la manifiesta intención del poeta por desasirse se esa impresión negativa y ver lo que le rodea como una revelación, como «una puerta hacia la luz», como el escalón imprescindible para alcanzar la gracia, porque «No hay naturaleza en la eternidad, ni se muda el viento, ni la mala hierba». Aquí, sin embargo, en la reino de la temporalidad, la contemplación de la naturaleza, de un paisaje concreto propicia, como hemos dicho, rigurosos autoanálisis y reflexiones sobre conceptos abstractos como la divinidad, la eternidad o la inmensidad que son, al fin y al cabo, los que articulan los emocionantes versos de este extraordinario poemario.


CARLOS ALCORTA