Desde el balcón del cuerpo en el blog de Carlos Alcorta

 


Desde el balcón del cuerpo es el libro con el que mayor reconocimiento crítico ha obtenido su autora, la poeta, ensayista y traductora Antonella Anedda (Roma, 1955), porque al Premio Napoli al libro del año en 2007 —año de su publicación en Italia—, hay que sumar el Premio Stephen Dedalus y el Premio Dessi. Estamos en condiciones, por tanto, de asegurar que la publicación que ahora ofrece la editorial Vaso Roto supone todo un aldabonazo para acercar a los lectores españoles uno de los mejores libros, en este caso, de la poesía europea. No es esta la primera ocasión, sin embargo, en que se han vertido sus versos a nuestro idioma. Contamos al menos con dos precedentes, ambos en traducción de Emilio Coco: Noches de paz accidental (Sial, 2001) y Residencias invernales(Igitur, 2005) que nos han permitido una primera toma de contacto con una poesía de intensidad poco frecuente en nuestra letras.

Antonella Anedda estudió Historia del Arte en Roma y en Venecia. Actualmente se dedica a la docencia en Lugano, aunque durante mucho tiempo ejerció en la Universidad de Siena-Arezzo. Además de su labor poética —su última obra, Salva con nome (2012) ha recibido el Premio Viareggio-Repaci—, es muy reseñable su tarea de traductora. De su pluma han salido versiones de poetas como Ovidio, St. John Perse, Philippe Jaccottet o Jamie McKendrick, algo habitual desde su temprana vocación poética —tenía trece años y se encontraba en Cerdeña— descubierta mientras escuchaba por la radio al poeta ruso Alexandre Block, audición que la dejó fascinada hasta el punto de incitarla a escribir su primer poema, a la vez que la inoculó el interés por la traducción. Ese mismo verano comenzó a interesarse por otros poetas rusos como Osip Mandelstam, Pasternak, Marina Tsvetaeva o Anna Ajmatova. Fue sólo el comienzo. Luego vendrían otros autores, desde poetas griegos antiguos como Arquíloco o Safo a contemporáneos como Kavafis, Ritsos o Elytis, a poetas de la tradición oriental, pasando por Paul Celan, Anne Carson o Elizabeth Bishop, Charles Simic o Henri Cole y, cómo no, Dante, el poeta predilecto de la autora. Con esta sólida a amalgama de influencias no resulta extraño que su obra esconda claves no siempre fáciles de desentrañar, aunque eso no signifique que nos hallemos ante una poesía de naturaleza hermética, sino colonizada tanto por experiencias vividas como culturales. Este conglomerado de tradiciones está perfectamente destilado en sus versos, versos que requieren del lector algo más que una lectura pasiva, porque en Desde el balcón del cuerpo se dan cita Teresa de Ávila, Ulises, Judas, Tolomeo o Antígona, por poner sólo unos ejemplos, tanto en los versos como en los fragmentos en prosa, y es que Antonella Anedda reniega de la separación forzada entre prosa y verso, ambos forman parte del poema con igual intensidad. Quizás esta asociación provenga de su formación como historiadora del Arte, razón por la cual otorga mayor importancia a la imagen visual, a la relación con el espacio que al ritmo de la escritura —debemos recordar sus continuos homenajes a pintores como Chagall, Giotto, Caravaggio, Mantegna o Magritte—, pero también a la lectura y la traducción de poetas como la ya mencionada Anne Carson, que tan hábilmente mezcla prosa, verso e incluso ensayo en su obra.

En Desde el balcón del cuerpo la idea del espacio vuelve a estar muy presente, aunque en este caso, el espacio no sea algo externo que contemplamos desde la atalaya de los sentidos. No, en este caso el espacio sobre el que se interroga la autora es el propio cuerpo y el lugar desde el que se observa es el lugar del pensamiento, una abstracción que los sentidos se ven incapaces de someter, porque de lo que tratan los poemas, más que de analizar físicamente la sustancia corporal, es de cuestionar ética o moralmente el vacío existencial al que nos ha abocado una vida en la que los principios han pasado a ocupar un segundo plano. Creo que el poema «Para seguir viviendo» es, en este sentido, lo suficientemente explícito: «Para seguir viviendo he tenido que olvidar./ Inclinándome sobre líquenes, acercando el rostro/ a las rocas hasta cortarme/ metiendo los dedos negros de espinas en el agua./ ¿Cuándo comenzó el viaje de regreso?/ ¿En qué momento la fatiga/ me ha empujado hasta la silla al lado de la cama?». De la mirada del cuerpo sobre el cuerpo surge la poesía, de este enfrentamiento que toma forma en la palabra, porque «Ya no tengo cuerpo, ya no tengo piel/ pierdo lo que creía el centro alrededor del que rotar».

Son cuatro las secciones en las que está dividido el libro. «Coros», la primera de ellas, redunda en el carácter colectivo de la experiencia: «Deja que digan: “nosotros”, aunque gran parte de los poemas se centren en recuerdos individuales en los que la realidad de un pasado a veces inventado, o recreado por una mente imaginativa, se mezcla con recuerdos que pertenecen más a la historia, esa historia con minúscula, la de los pequeños detalles, la de los sucesos menores pero trascendentes, a la que los poemas otorgan, y esta es una de las grandes virtudes de la poesía de Antonella Anedda, mayor importancia que a los grandes acontecimientos. «Mundo», título de la segunda sección, aborda desde otra perspectiva esa disolución del yo en el entorno, en la colectividad que veíamos en la primera parte. La cita de Kafka que la encabeza es lo suficientemente significativa: «Entre tú y el mundo, escoge el mundo». Sin embargo, se hace más evidente ahora que la complejidad de lo real no puede ser aprehendida por algo tan imperfecto como es la palabra, el lenguaje. Hay una evidente tensión entre lo que se quiere decir y el cómo se dice: «¿Cuál es la palabra para decir que ya no se tienen sentimientos negativos hacia quien nos ha herido?» se pregunta en el poema «Nombres» o , en un poema posterior, «¿Cómo describir la vida de estas pocas horas?». Y de esa incapacidad para definir algo tan inconmensurable como el dolor, nace la tercera sección, «Lengua», de la cual la propia poeta nos explica que «Esta limba (lengua), como se denomina justamente un lenguaje que no es un dialecto, surgió en un momento en el que el dolor me parecía imposible de decir. No se trata de un logudorés “puro”, sino atravesado por memorias diferentes: campidanesas y corsas, catalanas y galluresas. Muchos poemas nacieron en italiano y luego los trasladé al sardo. Caí en la cuenta, pasando y traduciendo de una lengua a otra, de en qué medida, una amaestrase a la otra y viceversa, por sustracción». Cierra el libro la sección «Paisaje», en la que la fugacidad de la existencia, la conciencia de la finitud de ser humano adquieren todo el protagonismo en los poemas. Esa toma de conciencia convierte a la poeta no en un ser resignado o escéptico, sino en alguien más sabio, porque no está ya sujeto a las vicisitudes del autoengaño.
Ella misma se dice «Aprende en tu espacio mortal/ aprendiendo se roza el paraíso». El espacio sigue ocupando preferencial en forma de escalinata, de habitación de hospital, de cerro o de pasadizo, pero es sólo un escenario, el escenario en donde se construyen esas formas de insurrección que otorgan sentido a la existencia.
 

CARLOS ALCORTA