El club del crimen en la revista Quimera

La maldición de Weldon Kees

A modo de consuelo, solía repetirme alguien muy querido cuando se veía desbordado por el dolor y la incomprensión, que todos y cada uno de nosotros transitamos por este mundo cargando nuestra propia cruz. Para los no cristianos esa cruz bien podría ser el destino o el azar; mientras que para los más analíticos se trataría simplemente de una condena o de un castigo merecido, si no de una fatal coincidencia. Otros tan solo atinan a encoger los hombros y a guardar silencio; en tanto que los más imaginativos y soñadores optan por refugiarse en las faldas de una idea abstracta y se contentan con extraviarse en esa rosada vaguedad que llamamos justicia poética o designio cósmico. A veces, ese alguien muy querido zanjaba de un tajo la cuestión con una inapelable coletilla: “era inevitable”.
Si reflexiono sobre esto es porque todavía cuesta creer que un autor como Weldon Kees, cuya brillantez y sobriedad le llevaron a transitar con excepcional solidez por la poesía, el teatro, la pintura abstracta, el jazz o el cine, se vea inmerso en ese intrincado y monocromo limbo que es el olvido literario. De hecho, pese a que fue una de las mentes más polifacéticas y perspicaces de su generación, su notoriedad se diluyó raudamente tras su misteriosa desaparición, en 1955. Desde entonces, su nombre se ha mantenido siempre al margen del ámbito cultural anglosajón, y si ha llegado hasta nosotros, ha sido gracias a la tozudez de unos pocos poetas que se resisten a aceptar sin cuestionar ese taxonómico agujero negro conocido como canon literario.


De algún modo, parece que el destino de la obra de Kees está poderosamente ligado a la última decisión que tomó antes de desvanecerse por completo entre nosotros. Si sabemos cuál fue su último paradero es gracias al hallazgo de su Plymouth Savoy abandonado y con las llaves puestas en el puente Golden Gate, en California. Después de aquello, los hierbajos que florecieron en su jardín fueron meras conjeturas, teorías, sospechas o corazonadas. Lo cierto es que nadie volvió a verlo y, conforme pasaban los días a la espera de concreta información, su imagen se fue horadando, tornándose cada vez más borrosa para el público. La atronadora aparición de Allen Ginsberg con su Howl and Other Poems, en 1956, así como la telúrica irrupción de la poesía Beatnik, supusieron la estocada final que lo expulsó hasta ese nebuloso purgatorio en el que continúa atrapado.


Estoy convencido de que si Kees hubiese fallecido —o si se hubiese retirado como hizo Arthur Rimbaud— la crítica habría revaluado y valorado mucho mejor la profunda dimensión que caracteriza su obra literaria, pictórica, cinematográfica y musical. Encontraríamos sin dificultad su monosilábico apellido en los índices de casi todas las antologías de poesía estadounidense, acompañado de otros ilustres contemporáneos, entre ellos Robert Lowell, Elizabeth Bishop, Delmore Schwartz o John Berryman. Siguiendo esa línea, y aunque suene bizarro y macabro decirlo, no me cabe la menor duda de que si se hubiese suicidado las puertas del Parnaso universal se le hubieran abierto de par en par y hoy estaríamos celebrando su magnífico y poliédrico legado artístico, desarrollado en esos intensos, aunque insuficientes 41 años de los que tenemos noticia. La realidad, sin embargo, se mostró más bien impenitente y mezquina, pero no tan incisiva como él mismo.

Hacia 1955 Weldon Kees llevaba sobre su espalda muchas cargas y severas heridasaún por cicatrizar. Además de lidiar con sus propias crisis maníaco-depresivas y el alcoholismo de su esposa —de la cual luego se divorció—, su frustración se iba haciendo cada vez mayor, ya que si bien su reputación entre el gremio artístico se iba consolidando, lo que él perseguía era el éxito comercial. Lo intentó de múltiples
maneras, pues su alta destreza le proporcionó siempre los más aptos recursos para demostrar su genio: una solvente voz poética repartida en tres libros; un agudo y afilado sentido para la valoración crítica; una gran capacidad interpretativa como pianista de jazz; un ojo mágico para la fotografía e imaginación para la pintura.

Efectivamente, lo tuvo todo, o casi todo: lo único que le faltó fue confianza en su propia persona, muy mermada por aquel entonces. Todo esto se evidencia con suma nitidez en su poesía y nos permite entrever su compleja y nihilista personalidad, así como la nebulosa y desalentada manera de percibir y representar la sociedad y su época. Si nos propusiéramos retratar un paisaje basándonos en sus versos, veríamos sobre nuestro lienzo una ciudad sofocada por una inmensa sombra apocalíptica, en la que sus habitantes no solo se encuentran oprimidos y angustiados, sino que se desprecian hondamente porque el futuro no es una posibilidad, sino una condena. Es bien sabido que Weldon Kees bebió de la copa de Baudelaire hasta embriagarse de esa ineludible sensación de fracaso con la que compuso Les Fleurs Du Mal; también la desesperanza y el horizonte baldío que apreciamos en sus poemas provienen de Eliot. No obstante, hay un aspecto en el que se distancia de su compatriota, y es que Kees no contempla la posibilidad de redención, ni religiosa ni moral. Por ello, fue considerado el poeta más moderno de su generación, siempre obsesionado con la aniquilación atómica, amenaza que hasta hoy nos acecha.

Ahora bien, para que nuestro cuadro sea un auténtico Kees debemos especificar la composición y los rasgos de sus trazados y difuminados. La enorme virtud de su poesía no reside en las tonalidades de sus grises, sino en el tino con el que escoge las palabras y en la armoniosa sutileza con los que crea sus devastadores efectos. El estilo que posee es elegante y de una sobria sencillez sintáctica, sin fricciones. De hecho, huye de cualquier oscurantismo gramático y de toda clase de dificultad léxica: su estructuración es formalmente clásica y correcta, decantándose por la sugerencia antes que por cualquier definición. Tampoco sucumbe a la tentación de los cultismos ni es propenso a caer en experimentalismos lingüísticos. Un rasgo importante es que su poesía se mostró madura y muy bien cuajada desde su primer libro, The Last Man, de 1943. De ahí que los otros dos que le siguieron —The Fall of Magicians y Poems 1947-1954— no presentaran ningún marcado signo de evolución, sino que mantuvo siempre su alta calidad, volviéndose poco atractiva y nada sorprendente para el grueso de la crítica, entrenada para detectar altibajos y aplaudir lo conocido.

La entonación predilecta es el coloquialismo de corte narrativo y, lejos de la fácil verborrea, demuestra una envidiable capacidad de concreción, lección aprendida de sus felices incursiones en la narrativa y el teatro. Sus poemas más logrados no necesitan acumular palabras para describir ambientes o emociones, les basta solo con un adjetivo o un adverbio para despertar el asombro. “Early Winter”, “Homage to Arthur Waley”, “Robinson”, “That Winter”, “Crime Club”, “1926” o “The Darkness” dan buena fe de ello. La fina inteligencia de Kees se aprecia en estos imperceptibles, pero decisivos detalles y nos exige no solo concentración y paciencia, sino también constantes relecturas. Este factor puede resultar decisivo a la hora de sumar lectores, pues no muchos se muestran dispuestos a conceder su tiempo a un mismo libro reiteradas veces. Difícilmente, Kees será un autor de mayorías, pero sí puede estar orgulloso de la fidelidad a ultranza de sus contados seguidores.


Contrario a lo que pueda pensarse, los intentos por difundir su obra han sido numerosos, aunque poco fructíferos. Además de sus Collected Poems a cargo de Donald Justice en 1960 y de una selección de sus relatos titulada The Ceremony and Other Stories, por Dana Gioia, se han publicado sendos volúmenes que analizan su obra poética y pictórica; una biografía: Vanished Act: The Life and Art of Weldon Kees, por James Reidel quien a su vez compiló sus más destacados artículos y ensayos y editó su única novela: Fall Quarter. Por otro lado, en 2012, Kathleen Rooney le rinde homenaje con Robinson Alone, una novela basada en el personaje homónimo de Kees. En castellano, sus poemas han sido recogidos por primera vez en una muestra antológica por la editorial Vaso Roto y es precisamente Dana Gioia, amplio conocedor y admirador suyo, quien firma la magnífica y muy completa introducción a El club del crimen.
Tragedia, infortunio, maldición… Sea como fuere, han sido muchas las circunstancias que han jugado en su contra, pero ninguna tan devastadora como la súbita y enigmática ausencia que truncó sus opciones de masivo reconocimiento. En todo caso, Weldon Kees ya hizo su parte, o lo que estuvo en sus manos. Nos toca ahora a nosotros decir la última palabra: todo dependerá del cristal con el que lo miremos y de la actitud con la que leamos a este estupendo poeta que aún se debate entre la clandestinidad y la resurrección.

Reinhard Huaman Mori
Eivissa, 8.IV.2017