El desaparecido en el blog de Carlos Alcorta





No resulta sencillo seguir la pista de este personaje desaparecido sólo con los indicios que Maurizio Cucchi disemina, encubiertos, deformados, en los versos de El desaparecido (1976), su primer libro, integrado, como él mismo declara, por «poemas compuestos y organizados entre principios de 1971 y principios de 1975». La inhabitual estructura del libro, cercana en no pocas ocasiones a un texto teatral, desorientó tanto a lectores como a críticos, unos y otros carentes de un asidero reconocible, de una guía de viaje que señalara los itinerarios imprescindibles o los acontecimientos más relevantes sobre los que cimentar la búsqueda. Anclados ambos a unas formas literarias decimonónicas, como si por ellas no hubieran pasado las vanguardias (recordemos que el Futurismo encontró un magnífico caldo de cultivo en la sociedad italiana en las primeras décadas del pasado siglo), la novedosa organización de este libro cogió a muchos con el pie cambiado: «La novedad, coherencia y desparpajo de su fuerza estilística marcaron un antes y un después en el panorama literario italiano e hicieron de banderín de enganche entre el desgaste de las seis primeras décadas del siglo XX y su tramo final», escribe el traductor Juan Carlos Reche.
 

Maurizio Cucchi es un milanés nacido en 1945 que ejerce como consultor literario editorial y como crítico. Ha publicado, además del que comentamos, otros libros de poesía como Las maravillas del agua (1980), Glenn (1982), Premio Viareggio en 1983, La mujer del juego (1987), Poesía de la fuente (1993), Premio Montale, Poemas 1965-2000 (2001) o Vine pulviscolari (2009). Ha editado además una antología de poetas del siglo XIX (1978), el Diccionario de la poesía italiana (1990), y, con Stefano Giovanardi, la Antología poetas italianos del siglo segundo (1996). En prosa ha publicado El mal está en las cosas (2005), El cruce de Milán (2007), El retrato de máscara (2011). Ha dirigido durante dos años la revista Poesía (1989-1991) y traducido del francés las obras de diversos autores como Stendhal, Flaubert, Lamartine, Villiers de l’Isle Adam, Valéry.

Pero ¿quién es este desaparecido que protagoniza el extenso poemario que nos ocupa? Según el propio autor, se trata de una ficción planificada con meticulosidad, porque «Era necesario delegar en un personaje, encargarle que llevara las relaciones en la escena, que absorbiera todos los humores; un personaje sin una identidad definida, quizás con una identidad diseminada o incierta». El libro comienza ubicando a dicho personaje en su hogar, «La casa» se titula esta sección, una especie de prólogo al libro, en ella «Todas las cosas, a su manera,/ estaban en orden, en su sitio» y, sin embargo, algo inapreciable ha cambiado la trascendencia de los objetos. La muerte cambia la disposición del escenario cotidiano, más cuando se ignora la causa del fallecimiento, de la desaparición. Los fragmentos que componen este poema son un fiel reflejo de los merodeos de una mente desconcertada, que ansía comprender lo ocurrido: «Intenté pedir explicaciones/ a quien pudiera saber más» escribe en una de las estrofas. Por la casa desfilan un buen número de figuras femeninas: «¿Tú? ¿Ella? (¿Esta? ¿La otra?)», que se ocupan de todo, que pretenden reordenar el mundo sin el ausente, un ausente, sin embargo, al que la añoranza logra revivir en el ensueño.


«El desaparecido», la primera parte propiamente dichas del libro, es un aséptico informe de los hechos, en el cual se aportan detalles previos, necesarios para penetrar con garantías en la trama, al desenlace. Cometarios de vecinos y amigos sobre las irregularidades últimas en su comportamiento, dictámenes médicos sobre su cordura, repaso de costumbres, todo en aras de que escudriñar hasta la última pista que conduzca a su hallazgo. Acaso esta sea la razón de la estratificación en distintos planos de las escenas, ensayando una simultaneidad que las palabras no pueden reproducir. «Imágenes del despertar» aporta nuevos datos para comprender la forma de vida del desaparecido, visto siempre desde la perspectiva del niño que comprende, como es propio de su edad, las cosas sólo parcialmente y está «Preparado/ para asistir al ritual pesadilla-film». Las descripciones de Cucchi están hechas, a veces, con frases precisas, directas, telegramáticas: «Retraso del tranvía. Averías/ imprevistas. Partes de la ciudad desconocidas/ terror nudo en el estómago calles raras» y otras veces más discursivas, más explicativas: «Así que/ también yo participé de los líos de los otros, en algún modo,/ pasándolos oportunamente por alto», en un intento por aproximarse al suceso desde todos los ángulos, desde todas las perspectivas posibles.
 En «Primera parte de una aventura», la segunda sección, el niño ha crecido y parece dispuesto dejar a un lado el pasado para enfrentarse a un porvenir —«cada vez más incierto»— sin la presencia tutelar del ya desparecido. Leemos ahora distintos fragmentos de una vida que se reconstruye sobre sus propias experiencias, narradas a intervalos, con un hilo conductor muy tenue que apenas consigue mantener cierta unidad interpretativa o, quizá, lo que Cucchi pretenda sea precisamente eso, desmonta cualquier unidad para dejarse llevar por el absurdo que gobierna toda existencia. Parece impulsarnos a pensar que la mera acumulación de materiales resulta suficiente para terminar el puzle, para construir la historia. El crítico Giovani Giudici, en la nota de presentación del libro, escribió en su momento la que creo que es la mejor aproximación a lo que nos encontramos dentro de El desaparecido: «una poesía de narración (no narrativa), construida con la técnica de un documento de sumario, o sea mediante fragmentos yuxtapuestos que sin embargo no encajan siempre según el orden previsto en un mosaico armónico… Sin embargo, los fragmentos de Cucchi parten de una totalidad: una totalidad biográfica, familiar, de la que yo no he querido saber nada, porque me era, como lector de versos, indiferente». La muerte no es algo fácil de asumir, y menos de comprender, tal vez por eso la mejor forma de asumir la experiencia, la carencia del ser, sea recomponer la memoria con los recuerdos que van apareciendo en el azaroso orden de lo incomprensible. Si así fuera, no nos cabe duda alguna que el experimento formal que llevó a cabo Maurizio Cucchi en el ya lejano 1976 tendrá vigencia durante muchos años.


CARLOS ALCORTA