el misterio de las cosas en animal sospechoso

Clive Wilmer, El misterio de las cosas, Traducción de Misael Ruiz Albarracín, Madrid, Vaso Roto, 2011

Clive Wilmer, erudición y posvanguardia

Llama la atención que en El misterio de las cosas, de Clive Wilmer, la erudición y la posvanguardia vayan de la mano con el único propósito de retratar la inmanencia del goce, del instante que se hace sublime en su materialidad. La cosa es la cosa, como quien dice. No en vano Misael Ruiz Albarracín, traductor del poemario, afirma que se trata de una escritura caracterizada por «cambios de registro» que no son otra cosa que la «huella de su continuo ir y venir de lo sagrado a lo profano y de lo religioso a lo erótico». Cabría anotar que se trata de un poeta que logra pensar la trascendencia desde las fisuras de la razón. Su poema «Nieve nocturna» es el mejor ejemplo:

Sobre la tierra vacía brillan blancas estrellas de cristal.
Es una revelación de lo más alto,
donde no hay nada, sino mundos que estallan
y fragmentos radiantes de infinito.

Pero vayamos por partes. El libro está dividido en dos grandes apartados, ambos precedidos por citas de Shakespeare, en los que se vela, por así decirlo, la mira subrepticia de los poemas que los componen. Los poemas de la primera parte son un variado caleidoscopio de sucesos de orden cotidiano, vistos y cantados al trasluz de citas bibliográficas, referencias culturales y parodias de temas literarios y estéticos. En una palabra, se trata de poemas que integran el tamiz de la vida de todos los días a través del goce estético; una visión de mundo. Es decir, el goce en la inmanencia. En efecto, el epígrafe de esta primera parte proviene de El Rey Lear:

Nos haremos cargo del misterio de las cosas
como si fuésemos espías de Dios.

La segunda parte del libro, que consta de una serie de poemas agrupados bajo la estela de la experiencia mística, tratan, en efecto, un tema tan central en este tema como el estigma y las marcas físicas de esta experiencia emblemática en el cuerpo humano. Es acaso la parte del libro que condensa y equipara la experiencia religiosa a la experiencia de la creación estética, en el orden de lo trascendente. No en vano, el epígrafe de esta segunda parte de El misterio de las cosas, proviene del soneto 109 de Shakespeare:

Porque a este vasto universo llamo nada
salvo a ti, rosa mía, en él vos sois mi todo.

Es un esfuerzo por ver el punto de quiebre de la razón cuando topa con la nada, o cuando la experiencia material llega a su límite. Dicho de otra manera, se trata de ver cómo se materializa la experiencia. ¿Puede lo inmaterial manifestarse en lo material? «Por supuesto», parece decir esta escritura, «muestra de ello es la poesía». En el poema «Los nombres de las flores» en el que, por un momento el autor pareciera definir el arte de la poesía, se encuentra uno de los puntos más decisivos en este sentido:

[…] Somos,
escultores del aire y lo que hacemos es lenguaje,
el mundo dado moldeado por la necesidad
de nuestros designios. Al correr por nuestro cuerpo,
la materia del habla se funde brevemente

y enseguida fragua en la gramática, la prosodia
y los vocablos. Y así, al nombrar las flores
tu belleza crea una belleza que conoce la suya.

Lo mismo podría decirse de la experiencia erótica, que, sobra decirlo, tiene la misma categoría trascendente que la experiencia estética y la experiencia religiosa. Encontramos humor, ironía, dolor trascendido y goce en este poema de desamor:

En la biblioteca

Tú con tu libro. Yo, incapaz de leer,
imagino que me confundo con tus palabras
mientras que tú, la mano en el pelo o acariciándote el cuello,
sigues, no obstante, leyendo.

Ya que no contestas a mis cartas ni a mis llamadas
y no me saludas por la calle, escribiré a la luna
o, si no, a la imagen que guardo de ti en mi mente,
tan complaciente conmigo.

En cualquier caso, te defiendes mirando,
ceñuda, tu libro por miedo a que te toque;
pero allí estoy yo, entre las palabras, deseando ser,
como ellas, leído dentro de ti.

Juan Pablo Roa