El monstruo ama su laberinto en el blog de Álvaro Valverde
El monstruo ama su laberinto, de Charles Simic, que publica Vaso Roto en versión de Jordi Doce, lleva por subtítulo la palabra "Cuadernos". No hay fechas. En este sentido, se podría decir que es un diario que no lo es. La edición original apareció en Nueva York en 2008 pero las anotaciones de la sección III ya se había publicado en la Universidad de Michigan en el 90.
A la ejemplar edición de Doce se incorporan, a modo de apéndice, tres poemas clave y un extenso artículo de Seamus Heaney, tan iluminador como todo lo que escribió el poeta irlandés. De poeta a poeta.
Quienes hayan leído su poesía (es un poeta que goza de una justa fama en España y, en consecuencia, su bibliografía en castellano es amplia) y sus memorias (editadas también en Vaso Roto con el título Una mosca en la sopa en versión de Jaime Blasco) encontrarán en esta obra lugares comunes, puntos de encuentro entre versos y prosas. No en vano su poesía destaca por su particularidad y su mundo por ser uno de los más concretos y definidos del panorama poético de este tiempo. Las relaciones son, así, inevitables pues quien escribe, poco importa en qué registro, es el mismo Simic. De ahí la presencia constante, pongo por caso, de la figura paterna. El padre de Simic (el de "sobretodo") es un protagonista fundamental de su escritura del mismo modo que lo fue (y lo es, aunque haya muerto) de su vida. En la primera sección del libro, la más memorialística, con Chicago al fondo (sus barrios industriales, sobre todo, que "influyeron mucho en mí", que "impidieron que me olvidara de dónde venía"), abundan las anécdotas y recuerdos de aquel hombre tan espacial cargado de deudas al que el futuro parecía importarle un bledo. Más allá, Belgrado, siempre su Belgrado natal y las peripecias de una familia de inmigrantes. Sucesos convertidos en relatos.
Heaney, que reconoció su manera de "exagerar", su condición de bromista y mentiroso con "una inventiva se diría que natural", concluyó que "sus historias son una forma de pensar el mundo". No se olvide que, como confiesa, "es el afán de irreverencia, más que ninguna otra cosa, lo que me condujo inicialmente a la poesía". "Mi ambición -dice- es arrinconar al lector y hacerle imaginar y pensar de otra manera".
En sus cuadernos habla de todo o casi todo. El tono abunda en lo aforístico, más próximo al ensayo que a cualquier otro género, salvo la poesía, que lo envuelve todo, entre el imagismo (la claridad, la precisión, la concisión) y el surrealismo (por lo que tiene, más que nada, de invención, broma y juego), como señaló el autor de La linterna del espino. Sin perder nunca de vista, eso sí, el sentido común. El genuino.
Le ayudan a desbrozar su azarosa existencia una capacidad innata para la observación, su lucidez y, cómo no, el humor y la ironía, tan penetrante como ácida. Su voz, la melancólica del blues.
Aunque no faltan, ya digo, referencias a la política, el nacionalismo, la conciencia, la compasión o el insomnio, a uno lo que más le ha interesado de un libro la mar de interesante son sus reflexiones sobre la poesía. La citada parte III, la primera que vio la luz de estos cuadernos, está prácticamente dedicada a establecer una suerte de poética que al cabo esclarece no sólo su poesía, sobre la que aterriza directamente, sino sobre la lírica contemporánea en general. Me recordaba mientras lo leía, siquiera a debida distancia, Adagia de Stevens, por su agudeza y, al tiempo, por la concreción. Uno (o cualquiera) podría entresacar un puñado de frases memorables sobre la poesía y reunirlas a la manera en que las agrupó el norteamericano. Por ejemplo, "El poeta ve lo que el filósofo piensa", "Soy hijo de los domingos lluviosos de mi juventud", "La belleza de un momento fugar es eterna", "El poema que quiero escribir es un imposible: una piedra que flota", "El poeta es el lector de los posos de té de sus propias metáforas", "La poesía coquetea con la antigüedad", "La poesía y la filosofía crean lectores lentos y solitarios", "La vida en el mejor de los casos es una hermosa tristeza" o, en fin, "Decir poco y dar a entender mucho", que no deja de ser una perfecta definición de la poesía que a él (y a uno) más le interesa.
Metido en harina, aparecen las vinculaciones entre poesía y filosofía, el poema en prosa (su gran hallazgo), las vanguardias, la crítica y su "provincianismo" (no sale bien parada, en especial la universitaria), el lector (que es un traductor) y el crítico (quien lee para disfrutar y el que lo hace para desentrañar un mecanismo), Vasko Popa, las clases de poetas que hay y un sinfín de detalles e iluminaciones que, se me antoja, debería leer cualquier amante de la poesía que se precie, ejerza o no el oficio.
Tal y como acierta a señalar Heaney, "todo lo que Simic escribe (...) termina siendo una defensa de la poesía", que no deja de ser un perfecto resumen de la intención y el alcance de esta obra.
El autor de El mundo no se acaba lo resume en una línea: "Mi vida está a merced de la poesía"; algo que, por cierto, podría suscribir cualquier letraherido. "Su ars poetica se resume en «hacer reír a tus carceleros»", anota Heaney.
He disfrutado muchísimo con la lectura de El monstruo ama su laberinto, magníficamente traducido por Jordi Doce. Una obra para tener cerca y hojear de vez en cuando. Un libro, o eso creo, del todo necesario.
ÁLVARO VALVERDE