El monstruo ama su laberinto en Tendencias 21




Vaso Roto Ediciones ha publicado recientemente “El monstruo ama su laberinto. Cuadernos”, obra de uno de los mayores poetas contemporáneos en lengua inglesa, Charles Simic (Belgrado, 1938). El libro es un conjunto de anotaciones y reflexiones acerca de la vida, la literatura, la poesía, la filosofía, el arte y la historia. Todo cabe en ese laberinto en el que las ideas fluyen con libertad, sin someterse a las ataduras de los géneros: “Ciudades laberínticas de la mente donde siempre me pierdo”, escribe Simic en uno de sus aforismos.

Jordi Doce, encargado de la traducción y la edición de El monstruo ama su laberinto –publicado originalmente en 2008, aunque la tercera sección ya había aparecido en 1990–, ha incluido además un apéndice con tres poemas de Simic y, a modo de epílogo, Abreviando, que es Simic (1996), un sugerente artículo de Seamus Heaney.

El monstruo ama su laberinto es una miscelánea, un libro que trata de distintas materias, en apariencia inconexas y mezcladas, como ocurre en nuestro pensamiento. Y las misceláneas, azotes de bibliotecarios, pertenecen a esa categoría de “libros que se resisten a ser clasificados”.

Los monstruos aman sus laberintos, pero disfrutan buscando la salida con hilos de palabras que a veces se enredan, entorpecen el paso y les hacen regresar al lugar de origen. En El monstruo ama su laberinto se suceden aforismos, epigramas, breves relatos o pequeños poemas en prosa, como “fotografías de un instante”. Se mezclan el ingenio y la poesía, el humor y la reflexión: “Aspiro a crear una especie de no género hecho de ficción, autobiografía, ensayo, poesía y, por supuesto, ¡chistes!”.

Así es Charles Simic y eso es lo que nos atrae de él, esa manera de unir, de enlazar ideas e imágenes; y ese sentido del humor, con el que es capaz de guiñarle el ojo a la muerte, con respeto pero sin reverencias. Simic ha sabido crear una obra original e inconfundible, en la que confluyen dos tradiciones poéticas, la europea y la americana.


Geniales fragmentos


En El monstruo ama su laberinto se recogen algunos apuntes para las memorias Una mosca en la sopa (Vaso Roto, 2010). Aparecen recuerdos del Belgrado de la guerra y de la posguerra: la historia del abuelo que se hace el muerto, o la del pequeño Simic que se llenó de piojos por jugar con un casco alemán. Fue una anécdota muy celebrada en la familia; pero mientras los mayores se reían, el niño recordaba su aventura para hacerse con el casco: “Caminé de puntillas para no despertar al muerto”.

Más adelante Simic escribe: “Ahora comprendo que me hice mayor entre personas muy ingeniosas. Sabían cómo contar historias y cómo reírse y eso marcó la diferencia”.

Después vino la huida hacia Estados Unidos, con una larga escala en París: “Todo en mi vida parecía producto del azar, una serie de sucesos improbables, así que en mi caso la ficción no era más extraña que la verdad”. En 1954, el adolescente Simic se reencuentra con su padre, al que no veía desde hacía diez años; un padre bastante especial y nada protector, capaz de gastarse el dinero del alquiler en una cena:

Entonces me explicaba, lenta y cuidadosamente, como si hablara con un débil mental, que uno nunca debía preocuparse por el futuro. “Nunca seremos tan jóvenes como lo somos esta noche –decía–. Si somos listos, mañana encontraremos la manera de pagar el alquiler”.

En El monstruo ama su laberinto leemos agudas reflexiones sobre política o historia: “Toda nación tiene miedo de la verdad de lo que ha hecho a otras” o “En democracia, la tarea principal de una prensa libre es encubrir el hecho de que unos pocos gobiernan el país”. Y junto a demoledores aforismos como “El nacionalismo es amar el olor de nuestra mierda colectiva”, encontramos motivos para recuperar la fe en el ser humano:

La compasión bondadosa de un solo ser humano por otro en tiempos de odio y violencia masivos merece más respeto que los sermones de todas las iglesias desde que el mundo es mundo.

Pero en El monstruo ama su laberinto destaca esa sucesión de geniales fragmentos de la poética de Charles Simic: “Poema corto. Sé breve y dínoslo todo”, “El poema que quiero escribir es un imposible. Una piedra que flota”, “Quiero mostrar a los lectores que las cosas más familiares que les rodean son ininteligibles”, “La poesía es un modo de conocimiento, pero la mayor parte de la poesía nos dice lo que ya sabemos”, “El alma graznándole al cuerpo que tiene los días contados. De eso tratan la mayoría de las canciones de blues y los poemas líricos”. En otra anotación escribe Simic:

“¿Qué es lo que quieren los poetas en realidad?”, me preguntó una vez un profesor de filosofía, un tipo listo. Era de noche y habíamos bebido mucho vino, así que dije lo primero que se me ocurrió: “Quieren saber aquello que no puede decirse con palabras”.


Encuentro entre filosofía y poesía

En la poética de Simic no puede faltar la filosofía: “El encuentro entre filosofía y poesía, corderitos míos, no es una tragedia sino una comedia sublime”, “Identificar lo que permanece intacto no afectado por el cambio, ha sido la tarea del filósofo. El arte y la literatura, por el contrario, se deleitan con lo efímero: el olor del pan, por ejemplo”.

Charles Simic se refiere en algunas notas a otros poetas y amigos como Mark Strand o Vasko Popa; y también menciona a Octavio Paz, a quien le une el interés por la filosofía y una concepción de la poesía como la búsqueda de lo que Paz denominaba la “otredad”, el recurso del ser humano “para ir más allá de sí mismo, al encuentro de lo que es profunda y originalmente”.

De este modo, nos dice Simic: “Uno escribe porque ha sido tocado por el anhelo de, y la desesperación de no poder, tocar al Otro”. Y es buscando a ese otro, haciendo “audible la soledad humana”, como el poeta convierte su experiencia individual en una experiencia universal:

¿Cómo es que ciertas expresiones poéticas de nuestra subjetividad le parecen al lector meras muestras de autocomplacencia o de sensiblería, mientras que otras igualmente personales, adquieren resonancia universal? Puede que la respuesta sea que hay dos clases de poetas: quienes le piden al lector que se regodee con ellos en un mar de autocompasión y los que simplemente le recuerdan que está metido en el mismo apuro en cuanto ser humano.


CARMEN ANISA