El ojo oye en CaoCultura
El místico ante lo inmediato
‘El ojo oye’. Paul Claudel. Traducción y prólogo de Juan Ramón Ortega Ugena. Vaso Roto Ediciones. Madrid, 2015. 231 pp.
No sorprende al lector que estos ensayos más o menos tardíos del poeta francés Paul Claudel (1868-1955) se cierren con una evocación de una visita al Palacio de la Sociedad de Naciones en Ginebra y de los portentosos frescos del muralista español José María Sert que decoran una de sus salas: como la pintura de éste, la literatura de Claudel es torrencial, magmática, exuberante, resultante de una especie de embriaguez que procede nominalmente de la fe religiosa, pero que podría explicarse también como un efecto colateral de la propia palabra poética libre de ataduras, ampulosa y cordial, cargada de evocaciones de lo inmediato y proyectada a las inalcanzables lejanías de lo trascendente.
Tales son las características de la poesía de Claudel, de la que su prosa es clara deudora: también estos ensayos, en efecto, se valen de la enumeración, del vértigo de encadenar referencias de todo tipo, tanto literarias o filosóficas –por no decir teológicas– como puramente personales, y del poder de la retórica exaltada para asomarse a la riqueza y complejidad del mundo de las artes plásticas, en las que el poeta ve un trasunto del orden de la Creación y de las complejas relaciones que operan entre lo creado y la mente que lo concibe. En este sentido, sus largos y matizados ensayos sobre la pintura holandesa o la española pueden resultar decepcionantes para el lector no advertido: en ellos, no se trata tanto de proporcionar claves interpretativas que faciliten el disfrute de los cuadros en cuestión, como de exaltar lo que estas grandes creaciones del genio universal tienen de ejemplo de “ese trabajo por el cual la realidad exterior se transforma en el fondo de nosotros en sombra y reflejo”. Así, el empeño del arte holandés en su conjunto es considerado como “una liquidación de la realidad”, por más que el poeta, para llegar a esa afirmación extrema, haya antes de recorrer todos los matices de la sensibilidad y atender a los aspectos materiales de los que se nutre ese arte, sintetizados a veces en sorprendentes formulaciones intuitivas: “¿Seré demasiado aventurado si digo que, como la [pintura] italiana parte del muro y la flamenca de lana grasa, la holandesa parte del agua y, más propiamente, de esa agua purificada, congelada, definitiva que es el espejo, el cristal sobre plata?”. Aunque más sorprendente puede resultar constatar que esta especie de paseo intemporal sobre la gran pintura europea se efectúa en tiempos convulsos, que son los que han posibilitado, por ejemplo, que los grandes cuadros del museo del Prado que contempla el autor se encuentren en Ginebra por haber sido trasladados allí para ser puestos a salvo del “incendio español”; un incendio que, como el diplomático que fue Claudel no podía ignorar, pronto iba a extenderse a toda Europa.
La exaltada prosa de Claudel sale beneficiada, en general, de estas breves pero jugosas inmersiones en lo circunstancial inmediato; y por eso, quizá, se puede decir que los mejores ensayos que contiene este libro son los que se aplican a cuestiones aparentemente menores. El dedicado a las vidrieras de las catedrales francesas, por ejemplo, gira en torno a la jugosa equiparación entre el interior de un templo y el corazón de un bosque, “una bruma verdosa salpicada de puntos escarlatas”. Pero no es solo la naturaleza la que proporciona al poeta estos sugerentes asideros para el vuelo de la visión: también la tecnología –la fotografía, por ejemplo– se le presenta como posibilidad de sustituir la vanidad del arte humano por un mecanismo impersonal que permita “detener el tiempo, (…) transformar lo fluido, lo pasajero, en un cuadro durable, portátil, algo a partir de ahora y para siempre a nuestra disposición, el momento captado, un comprobante”. Llama la atención la proximidad de las ideas del católico Claudel a, por ejemplo, las reflexiones del marxista Walter Benjamin sobre el arte y la reproductibilidad mecánica. Pero no es ésta la única sorpresa doctrinal que cabe espigar en estos ensayos: aun declarándose ferozmente “creacionista” –y, por tanto, enemigo acérrimo del darwinismo o de cualquier planteamiento evolucionista–, llama la atención que Claudel conciba la naturaleza como un “plano único” sobre el que operan, como en simultaneidad, las “modificaciones” que explican la multiplicidad de lo creado. Pero ¿acaso esta especie de supresión del tiempo lineal e irreversible no parece un guiño al universo cuatridimensional de Einstein, en el que el tiempo es solo una dimensión más, y en el que es posible concebir, por tanto, un plano en el que coexistan todos los puntos de ese eje? Tampoco falta, en el espacio de asombro metafísico que abren las reflexiones del poeta, un resquicio para el arrebato poético, e incluso para un tipo de metáfora juguetona que recuerda a las greguerías de nuestro Ramón: “Cuando estamos solos bajo la veranda, esos murciélagos de la fruta y esos vampiros que ventilan el aire del atardecer, se diría que es de nuestra imaginación ensombrecida de donde emprenden el vuelo”.
Tal es el sorprendente arco que traza la mirada del poeta visionario cuando se aplica a la realidad concreta del arte recibido; que es también, se nos antoja, un modo de poner los pies en tierra y retomar el contacto con la realidad de su tiempo y con esas otras realidades –las ciudades vistas, la delectación sensual, la belleza de la música, las piedras preciosas y los paisajes amados– que nos atan ineludiblemente a la vida. El místico que fue Claudel también fue sensible a ellas.