Fiebre y compasión de los metales en el blog de Carlos Alcorta




Hay un consenso, cierta unanimidad crítica a la hora de considerar la poesía de María Ángeles Pérez López como producto de un riguroso ejercicio de análisis lingüístico, retórico y emocional que queda patente en la sólida apariencia que presenta cada uno de sus poemas, estructurados formal y semánticamente como un compacto recipiente sin fisuras, y este libro que ahora comentamos, no sólo certifica esta idea, sino que la lleva a su más extrema disposición. En Fiebre y compasión de los metales —un afortunado título—, un libro no muy extenso, ofrece al lector, nada más hojearlo, una sensación de equilibrio y de fortaleza que no es muy frecuente encontrar en la poesía actual. ¿Cuáles son las particularidades que nos trasmiten esta impresión? Creo que se impone por encima de cualquiera otra circunstancia la capacidad para exprimir el lenguaje, para domeñarlo y moldearlo para dar la forma precisa a la emoción, a la idea, al pensamiento. No resulta nada fácil lograrlo, porque, en muchas ocasiones, el intento queda enmascarado en una palabrería grandilocuente y vacía, en versos casi ininteligibles, con un ritmo entrecortado, como el de un motor a punto de averiarse. En María Ángeles, sin embargo, esa búsqueda incesante de la palabra exacta está perfectamente imbricada en un ritmo acentual que serpentea con la suavidad de una canoa en la mansa corriente de una desembocadura. Veámoslo en este ejemplo: «Melaza en que se aprietan hierro y cobre,/ aleación y prodigio de no ser/ lo que se era al principio. Convincente/ cesión hacia lo dúctil que transforma/ el rígido enunciado del objeto/ en savia derramada como aire,/ como metal en punto de fusión/ que corre enrojeciendo las dos manos». Uno tiene la sensación, incluso, de que el fraseo pide una mayor extensión, de que el endecasílabo, metro predominante en el libro, resulta insuficiente para expresar el flujo del pensamiento, aunque se recurra al encabalgamiento para prolongar tanto imágenes como conceptos.
 
No posee María Ángeles Pérez López una obra muy extensa. Tuvimos la oportunidad de comentar en este mismo espacio la pequeña antología Cicatrices del aire (Monterrey, 2014) hace unos meses, pero el último libro propiamente dicho, Atavío y puñal, data del año 2012, por tanto, los poemas de Fiebre y compasión de los metales han sido escritos en un largo periodo de cuatro años, y no puede extrañarnos esa lentitud, porque, como decíamos, cada poema está engarzado con palabras que parecen metales preciosos y ya sabemos que la orfebrería es un arte meticuloso y preciso. «Metales puros. Metales corrompidos en las correspondencias analógicas de la alquimia como proceso simbólico hacia el alma del mundo», escribe Juan Carlos Mestre en un prólogo que es también un hermosísimo poema. Porque quizá el aliento poético sea el único capaz de ponernos sobre aviso de lo que este libro contiene. Mestre lo resume magistralmente: «Poesía de las correspondencias éticas y los reflejos de lo compasivo, del lamento solidario, la memoria de los sentimientos y la causa justa del instante del nombrar como construcción de lo venidero». La propia intimidad, el yo interrogándose a sí mismo, no puede amputa una visión de la realidad que se refleja en el espejo como algo colectivo. La mirada femenina reclama una postura más comprometida con los acontecimientos, una mirada que denuncia la vulnerabilidad del débil, la injusticia, la usura: «Cuando el lucro empozoña la mañana», escribe en el poema [El punzón], escrito con Ezra Pound. Muchos de estos poemas tienen un cómplice, unos versos ajenos que han despertado la escritura propia. Pound, Claudio Rodríguez, Lorca, Montejo o el mismo Mestre, son algunos de los poetas con lo que establece un hipotético diálogo, sirviendo como acicate para que el poema se erija en símbolo de rebeldía y de insumisión, que deposita toda su fe en el poder subversivo de la poética que no necesita decir sino por alusiones, por aproximaciones, acaso porque, como todos sabemos, la palabra siempre dice más de lo dice su mera trascripción. El libro finaliza con uno de los poemas, y no es fácil la elección, que prefiero, [El cuerpo de la flecha], a él pertenecen estos veros que pone punto final a este comentario: «La palabra es la arquera y su carcaj./ La forma fugitiva de esa ausencia./ En ella beben luz ramas y pájaros» y tienen el efecto simbólico de las cargas de profundidad.
 
 
CARLOS ALCORTA