Fiebre y compasión de los metales en Infolibre




Fiebre y compasión de los metales es fruto de una escritura única, el trabajo de una poeta que es orfebre de la palabra. En sus manos se vuelve dúctil la sintaxis, la materia cobra formas nuevas, es flexible y es sonora; llegan los metales con su filo y abren una brecha en el lenguaje y a través del lenguaje, conquistan el mundo cotidiano. Los protagonistas de estos poemas son precisamente aquellos instrumentos metálicos que invocan al daño, porque está en su naturaleza provocar el desgarro, la incisión, el fragmento.
 
Cada uno de los poemas que componen este libro son heridas abiertas que ponen sobre la página un diálogo con otro poeta: María Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967) no escribe para Federico García Lorca sino con Federico, ni para Nicanor Parra y Jorge Luis Borges sino con/contra ellos. Su voz se rasga en múltiples voces, así como las palabras se descomponen hasta la unidad más pequeña, la sílaba, o acaso, el fonema. Porque las palabras no sólo están, también dicen, toman las riendas de su propio destino, y la poeta, testigo de su fiebre, las acoge en su seno e hilvana un tejido hecho de ritmo, artesanía viva del lenguaje. Como en ese poema, “El yunque”, que golpea en el final:
 
Las palabras también piden ser viento
Que arrase los paisajes de la usura,
También piden ser fuego y tolvanera,
Respingo que celebra en su osadía
La roja ceremonia de vivir.
 
Las palabras parecen haber sido escogidas no en función de su utilidad, de su semántica, sino más bien atendiendo a su sonoridad, a ese carácter personal que posee cada una de ellas y las distingue del resto. Así: “la palabra naranja es tan redonda / que parece imposible su desgarro (…) / tan redonda que es casi inverosímil: / solsticio que se abraza a su sintaxis”. El alfabeto tiembla de fiebre y compasión. Los metales hacen ruido al chocar contra la superficie de las cosas, componen una música que es rotunda y solemne, como el endecasílabo, que se hace presente una y otra vez. “El hacha silba su canción de acero / y amputa la memoria, el silabario, / la mano en que se escriben las palabras”. Todo el poemario es una lucha perfectamente equilibrada en la que nada ni nadie sale indemne, un duelo metafórico entre el cuerpo humano y la letra hecha cuerpo. Ambos, poeta y poema, se enfrentan solo para juntarse, como unidos en batalla amorosa. Este duelo que se extiende hasta agotar todas sus posibilidades tiene como fin último el conocimiento. Como afirma Clara Janés en su ensayo La palabra y el secreto (1999: 19): “La escritura sería trabajar con una ausencia, hacer presente, dar cuerpo a lo que no está ahí, para recorrerlo, para conocerlo; sería un proceso de conocimiento y de autoconocimiento”.
 
Mientras la voz poética prosigue su lento avance hacia lo inefable, el lector se ampara en la belleza de las imágenes creadas por María Ángeles Pérez López, para quien la letra es “ese tajo de la vida hacia la vida”, o lo que es lo mismo, una pieza inseparable del vivir. Fiebre y compasión de los metales transcurre por ese sendero espinoso y paradójico en el que es posible observar todos los rostros que comporta el proceso de la escritura. Porque escribir no es siempre, y sobre todo, no cuando se precisa; como nos recuerda la poeta existen “correas que sujetan las palabras / a la rueda inflexible de la boca, / grilletes de decir y no decir”. El significado del silencio, el poder inconmensurable del silencio. Boca que se abre para no decir el grito.
 
Ninguna palabra es casual entre las páginas de este poemario, por eso resulta llamativo el poema que lleva por título “Caída de los ángeles”, en el que la poeta se enfrenta cara a cara con el abismo, se mira por dentro para observar sus propias heridas y revisa el pasado: “los mismos huesos rotos en el ángel / que ahora borronea su dolor / pero antes escribió la levedad”. La aspiración a lo leve, al verso que es pájaro y se deja mecer por el viento, esto la impulsa. Y finalmente, como en cada poema, el soplo amable, la caricia en los ojos del lector que eleva por fin la vista del papel y permanece sumido en la escritura de María Ángeles, que no ceja en su empeño y prosigue, con la paciencia del orfebre, hasta conseguir el sonido que es pasión vital pero mesura, pero fiebre:
 
Flauta de hueso en la que late el canto.
 
 
GEMA PALACIOS