Futurismo en Operación Marte


Una Ambición Imposible

Hacia finales de 1944 el joven y unificado Reino de Italia se encontraba devastado no solo por las constantes y aplastantes victorias aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, sino que además veía con impotencia cómo el centro y el norte se desangraban en un conflicto armado interno en el que las últimas fuerzas de Benito Mussolini colisionaban contra el tesón de la resistencia partisana, dispuesta a plantarle cara y poner punto final a ese aberrante frenesí fascista que, por desgracia, todavía seguimos combatiendo. Por si fuera poco, este contexto se volvió aún más desolador y desconcertante, pues justo ese año llegaba a su fin la primera gran manifestación artística nacida en esas castigadas tierras, el Futurismo, uno de los motores y propulsores de la vanguardia europea de inicios del siglo XX, en buena parte debido a la muerte de su creador y mayor instigador: Filippo Tommaso Marinetti.

Junto con los otros movimientos vanguardistas de su tiempo compartió esa angustia parricida contra la tradición, así como una violenta y virulenta manera de hacerse escuchar a través de manifiestos, panfletos y proclamas, provocando el resquemor y la ira del público en sus intervenciones. Sin embargo, el futurismo quiso ir más allá y se distanció de los demás ismos caracterizándose por la exaltación del dinamismo y por incitar la revolución en todos sus sentidos: político, artístico, social, científico, tecnológico. Su objetivo principal era adecuar ambos conceptos hasta hacerlos formar parte de nuestra cotidianidad. El futurismo debía ser útil al hombre; por ello, Marinetti lo concibió como una nueva manera de ver y de entender la vida: un paradigma histórico en el que el arte rompiese con lo anterior y para siempre. De hecho, el clamor futurista incluía la incineración de bibliotecas y la destrucción total de museos. Estos arrebatos buscaban imponer la belleza de lo nuevo, una ambiciosa y voluptuosa visión acorde con el arraigado sentimiento itálico de querer abarcarlo todo.



Fiel a su línea, el futurismo no solo se limitó a verse reflejado en el plano pictórico y literario, sino que sus incursiones se manifestaron también —aunque con menos fortuna— en disciplinas tan afines y disímiles, como la arquitectura, la fotografía, el cine, la música, el teatro, la radio, la gastronomía o la publicidad. Inclusive, su creador firmó en 1917 su primera ars amatoria: Come si seducono le donne (Cómo seducir a una mujer), pequeño y polémico manual dirigido tanto a hombres como a mujeres, invitando a estas a liberarse de cualquier convencionalismo y consenso tradicional. Empero, el autor nunca fue capaz de distanciarse de esa mirada machista y paternalista que tanto se esforzaba en condenar. En ese sentido, uno de los últimos y bien documentados textos que estudia este movimiento es la compilación que Alessandro Ghignoli y Llanos Gómez publicaron en Vaso Roto: Futurismo. La explosión de la vanguardia. Este delgado volumen, pensado con prudencia y tino, sintetiza muy bien algunas de las manifestaciones que obtuvieron mayor relevancia en la época, pese a que no profundiza ni indaga en los temas abordados.

Lo que este libro recalca es que, pese al gran optimismo y a su férrea convicción ideológica, el futurismo tuvo un fuerte problema de base: no pudo representar los postulados sobre los que cimentaba su doctrina, mucho menos ponerlos en práctica. Esta imposibilidad se debió más que nada al deseo de implantar su innovador modelo sobre otro antiguo, un poco como aquel viejo truco de lijar y pintar un mueble para hacerlo pasar como nuevo. La velocidad y la simultaneidad, dos de los pilares futuristas, nunca se vieron convincentemente refrendados sobre un lienzo, una foto o un poema. Tampoco hallaron solución al ser esculpidas en piedra o forjadas en metal y ni qué decir de lo fútil que resulta contemplar un plano con diseños arquitectónicos futuristas (que, por cierto, jamás se concretaron). Lo que Marinetti y sus esbirros no entendieron —o decidieron pasar por alto— fue que el arte clásico es estático y bidimensional casi en su totalidad. Es querer (o, mejor dicho, un intento de) capturar lo sublime; pero, sobre todo, es tradición y como tal no está sujeta a ningún tipo de negociación ni pude ser erradicada: es irrevocablemente parte de nosotros. La grandeza futurista pasaba por crear y encontrar nuevas formas artísticas, no por renovar o revolucionar las ya conocidas. Ese fue su primer gran fracaso.

Asimismo, fue tanta su adoración hacia la máquina y a la ciudad moderna que confundieron al ser humano con un autómata en un laberinto de asfalto, olvidando que el arte es una expresión tan arcaica y natural como la envidia o la espontaneidad, y que para que esté completa necesita de otro, de un receptor sobre el que ejerza la justa presión para obtener así una respuesta, un estímulo o una emoción. La gran ironía es que en la sociedad de hoy las máquinas y el acelerado desarrollo de los procesos socioeconómicos son dos de los males endémicos que están devastando el planeta. Incluso, en un desesperado esfuerzo por revitalizar el movimiento, Marinetti pensó que la solución sería alinear el credo futurista con la doctrina fascista. No obstante, el resultado fue lo opuesto a sus expectativas, pues el futurismo a lo largo de casi 35 años se debilitó no solo por el desdén y los desaires del propio Mussolini, sino principalmente por los internos desacuerdos políticos y artísticos que acabaron con las deserciones de Carlo Carrà, Giacomo Balla, Mario Sironi o Gino Severini, por ejemplo; así como por las bajas de algunos miembros que perecieron en la Gran Guerra, entre ellos Umberto Boccioni o Antonio Sant’Elia; o por el éxodo de otros tantos que buscaron un nuevo lugar donde guarecerse de la ruina europea, como hizo el arquitecto Mario Chiattone.

Si hablo hoy del futurismo es porque encuentro que en la actualidad aquella vitalidad y espíritu de insurrección que llevaron a un grupo de posesos y descreídos a pensar que solo el arte salvaría este mundo está totalmente diluida y apaciguada. Es cierto, después de un siglo desde su aparición, este movimiento nos puede resultar más bien una maniobra quijotesca y saturada de pasión o una ilusa pedantería ya obsoleta… dantesca. Lo es, dependiendo del punto de vista. Sin embargo, creo que aún dentro de sus limitaciones y sus pecados capitales el futurismo fue uno de los últimos delirios utópicos, siempre en el límite entre el deicidio y la quimera… O quizás fue una de esas viejas historias que nos contaban nuestros abuelos, cuando los automóviles eran de hierro macizo y el cine en blanco y negro, mucho antes de los emoticones del teléfono o de la volatilidad de la Internet.