Jean Voilier. Cuando el sol se hunde en el abismo en Milenio
Durante los últimos ocho años de su vida, el patriarca de la poesía pura sostuvo un apasionado y a la vez doloroso romance con una de las mujeres más bellas y refinadas de París; era también escritora y editora, y administró con igual sabiduría sus amores y sus negocios. Ella es la protagonista de Jean Voilier. Cuando el sol se hunde en el abismo (Vaso Roto Umbrales), que verá la luz en unas semanas y del cual ofrecemos este fragmento que concede también algunos destellos epistolares, desconocidos para los lectores de habla hispana
El corazón roto de Paul Valéry
Célia Bertin
Mi primer encuentro con Jean Voilier ocurrió en 1954, gracias a Maurice Noël, jefe editorial del Figaro Littéraire. Era un gigante que aparentaba más que su edad y era muy ruidoso debido a su sordera. Se había entusiasmado cuando salió mi primera novela y, desde entonces, me invitaba a cenar de vez en cuando, más frecuentemente de lo que me hubiese gustado y menos de lo que él hubiese anhelado. Me hablaba de él y de los suyos. Era originario del Jura y, justamente, la región del Jura me resultaba familiar: ahí me había escondido durante varios meses, en un pueblo cerca de Champagnole, antes de unirme a un campo del maquis al norte de esta pequeña ciudad que se encontraba entre las que liberamos en agosto y septiembre de 1944. Yo no era dada a relatarle mis campañas, mientras que él me contaba su vida, en un tono tan estruendoso que todos los clientes del restaurante sacaban tanto partido como yo de sus confidencias.
Le hubiera hecho feliz escucharme evocar recuerdos, a manera de reciprocidad. Desgraciadamente, yo no tenía la más mínima gana de hacerlo. Pero ¿por qué no hablarle de lo que yo quería escribir? Esto le interesaba tanto como lo que yo me obstinaba en callar, sin que él pudiera entender por qué. Escribir es vivir, él lo sabía, había reflexionado mucho al respecto. Así que, una noche en la que se había lanzado a contarme cosas, se desbordó y fue más allá del tema que le ocupaba para preguntar, con su voz estentórea: “¿Para quién escribe uno? Se puede escribir para uno mismo, o también para un solo ser que no sea uno mismo”. Al verlo avasallado por su lirismo, me quedé petrificada. De repente, bajando de las alturas, expresó una idea un tanto distinta: la de darme a conocer la correspondencia amorosa de uno de nuestros más grandes escritores, Paul Valéry, que había muerto justo antes del primer aniversario de la Liberación de París y que había sentido una gran pasión por una mujer muy hermosa, que también lo quería a él y que seguramente aceptaría enseñarme esas cartas. Eso, esperaba él, me liberaría de mi inexplicable reserva y me convencería de la importancia de comunicarme con el prójimo, y de igual manera con el ser amado.
Nunca había abordado semejante asunto con él. Pero él hablaba y hablaba, imaginando... ¿No estaba yo tentada por la lectura de esa maravillosa correspondencia? Él había conocido muy bien a aquel poeta al que tanto admiraba, como admiraba a la amante del poeta por su belleza y su inteligencia. Eso formaba parte de su entorno imaginario. Personajes con nombres reales, pero que él mismo transformó, sin tener conciencia de ello.
Era evidente que esta mujer me agradaría —dijo— y que yo le agradaría a esta mujer todavía joven. Si me dejara tentar por su propuesta, ella nos recibiría en su casa. Vivía en un encantador hotel particular ubicado en Auteuil, amueblado con mucho gusto, y se vestía de una manera que también me gustaría. Los monólogos de Maurice Noël no me divertían demasiado. No me revelaban gran cosa acerca de lo que quería saber sobre las personas. El hombre a menudo me irritaba, pero al mismo tiempo se me hacía bastante conmovedor. Había conservado algo verdadero en ese entorno en el que un comportamiento como el suyo era poco frecuente. Cada cual buscaba producir cierto efecto optando por un amaneramiento un poco despectivo. Él me hablaba de sus orígenes campesinos, de los que estaba orgulloso. ¿Era acaso su sordera lo que le había permitido conservar su acento, o bien se había esforzado en no perderlo?
Hizo falta que pasara cierto tiempo antes de que pudiésemos concertar esa cita con la dama cuyo nombre él había callado, pese a que la discreción no fuera su fuerte. Llegué a creer que había olvidado su proyecto, pero eso no era normal en él, y una noche recibí una llamada telefónica: “La invitaron a cenar en casa de la señora Jean Voilier. Iré a buscarla en cuanto den las seis. Nos está esperando para enseñarnos las cartas de Valéry antes de cenar. Una cena elegante como siempre en su casa, ¡ya verá! Le gustará, vístase como sabe hacerlo, ella lo apreciará. Todavía no ha leído su libro, pero lo tiene. Su nombre es Jean Voilier. El nombre que ella se dio para publicar. Es editora y ella misma ha escrito varias novelas, o más bien varios cuentos largos. Se llama Jeanne, pero prefiere que la llamen Jean”.
Una vez más no dije nada. Desconocía lo ocurrido con Paul Valéry. Pero aquel nombre de Jeanne Voilier, o de Jeanne–Jean, me evocaba recuerdos de antaño, cuando iba a Senneville, cerca de Mantes, a pasar fines de semana o unas vacaciones de unos cuantos días en una casa sin pretensiones, en una época en la que todavía no se llamaban residencias secundarias, en compañía de un niñito llamado Jérôme y de uno u otro de sus compañeros de escuela. Yo llevaba a esos niños desde París hasta la casita de Senneville para que corrieran y jugaran al aire libre.
Sé que en la época en la que Maurice Noël hizo que me invitaran a casa de la señora Jean Voilier ella vestía ropa de alta costura. Sus conocidos lo comentaban. Gastaba un dineral en trajes y vestidos. Casi nunca se la veía dos veces con el mismo vestido. A los modistos les fascinaba. ¿Quién no quedaba seducido? Hombres, mujeres, todos la consideraban irresistible. Ella se mostraba y, sin que pareciera que le costara el menor trabajo, uno quedaba prendado. Todo eso lo tenía yo en mente cuando llegamos a la puerta de entrada de la calle de L’Assomption número 11. Una puerta muy sencilla, de una sola hoja, y hasta creo que no quedaba en medio de la fachada.
El maître, de chaqueta y guantes blancos, era joven. Nos invitó a pasar a un cuartito de paredes claras, con muebles de madera de limonero, una gran biblioteca con puertas de vidrio, un escritorio pequeño, un sofá y asientos tapizados con seda cruda. Todo esto es una reconstrucción de memoria. En aquella época jamás tomaba notas. El cuarto estaba vacío. Seguramente había algún dibujo o algunos bosquejos en las paredes, puesto que recuerdo haberme preguntado de inmediato: ¿por qué no había nada que se pudiera comparar con esa bonita sanguina de Rodin que yo había visto en la recámara del apartamento de Yvonne Dornès, en la calle de Monceau? Dos mujeres desnudas enlazadas, unas cuantas líneas muy depuradas. “Un regalo de Jeanne”, me había dicho Yvonne Dornès. Me la había enseñado a petición de Yvette Bergerot, puesto que yo me interesaba por el arte. No había nada de esa calidad en aquella pequeña biblioteca.
Fue a finales de los años cuarenta cuando conocí a Yvonne Dornès, en Saint–Paul–de–Vence, y luego llegué a conocerla mejor, más tarde, gracias a Yvette Bergerot. Después de haber tenido una relación amorosa, habían seguido siendo grandes amigas y Bergerot seguía fascinada. Dornès era alguien que uno no olvida. Tenía encanto y una suerte de belleza de un estilo muy distinto del de Jean Voilier. Se podía decir que representaba particularmente bien a la parisina de aquella época: una mujer elegante y libre. Menos alta, más delgada que Jeanne, con un cuerpo de efebo, una carita muy móvil, grandes ojos grises de mirada a veces triste y pelo rubio cenizo, rizado, que ella mantenía siempre bastante corto. Su jocosidad, su fineza, su risita un poco seca unida a su sonrisa encantaban a sus interlocutores, hombres y mujeres. Ella tenía, al igual que Jeanne–Jean, ganas de seducir. ¿Cuál de las dos había decidido conquistar a la otra? Seguramente habían sentido enseguida que venían de mundos diferentes y eso las atraía. Jeanne tenía un lado misterioso que encantaba a Yvette Bergerot y despertaba su curiosidad. Siempre tan directa, tan sencilla, Yvette lo mencionaba cada vez que hablaba de esta poderosa rival, ya presente antes que ella en la vida de Yvonne Dornès.
*
Aquella noche de principios de primavera de 1954, Jeanne–Jean apareció en la pequeña biblioteca con muebles de madera de limonero. ¿Qué vestido llevaba? No sabría decir de qué color era o qué forma tenía. Solo me acuerdo del siseo untuoso de la seda. Maurice Noël no podía oírla pero se le veía complacido ante el encanto de su persona. “La señorita Célia Bertin está, como yo, muy emocionada de que usted haya aceptado enseñarle esas cartas de Paul Valéry”, dijo él. “Se habrá de conmocionar, como me pasó a mí, cuando por primera vez usted me permitió leerlas. Y además de la admiración maravillada que habrá de sentir, la lectura de esas cartas la enriquecerá mucho y le dará material para reflexionar sobre nuestra miserable condición de seres humanos”. Reconstituir ese tipo de discurso que era familiar en él es bastante fácil. No he olvidado las conversaciones que sostenía con esa mezcla de presunción declamatoria y resabio de simplicidad auténtica. Era una figura que poseía verdadera inteligencia, si uno se daba el tiempo de estar lo suficientemente atento y paciente.
Jeanne se sentó en el sofá, al lado de su huésped. Le estaba sonriendo cuando entró una muchacha —mucho menor que yo, ¿o será que su aire de adolescente se debía a su pequeña estatura?—. “Señora, discúlpeme, pero tendré que apartarla de sus invitados, pues la llaman por teléfono”, dijo. “Yo sé que usted no quería que la molestaran, pero es urgente”.
Apenas salieron ambas y el maître nos trajo champaña para amenizar la espera.
Ni por un momento había creído que veríamos las cartas aquella noche. Maurice Noël todavía lo creía y hablaba animadamente acerca de ese contratiempo mientras degustaba los primeros tragos de una muy buena champaña rosada (Jean Voilier no había olvidado que era la bebida favorita de su invitado). La muchacha tardó en regresar. Lo sentía mucho. La llamada telefónica era todavía más larga de lo previsto. A menudo la señora Voilier se hallaba así, perseguida por sus obligaciones. Ciertamente ocurría en mal momento, las noches en que había cena... Imposible prever eso. La señora Voilier nos rogaba que la disculpásemos. La muchacha, que era quizá su secretaria privada, nos propuso enseñarnos el jardín si así lo deseábamos. Maurice Noël ya lo conocía, pero ella se acordaba de que a él le gustaba mucho.
“Sí, el jardín, ¿por qué no?”. A Maurice Noël le pareció oportuno decirme que la señora Jean Voilier se encargaba de importantes negocios editoriales que había heredado de su padre. Los Cours de Droit y también Éditions Domat–Montchrestien. La muchacha lo escuchaba, yo también, y me fijé en que no mencionó para nada Éditions Denoël, editorial que para esas fechas ya había sido traspasada a Gallimard.
“La señora Voilier consiguió que lo abrieran”, informó la muchacha.
Aquella noche, por el frío, no veía la hora de regresar a la pequeña biblioteca donde Jeanne Voilier no se reuniría con nosotros antes de que llegaran los demás invitados. Eso quedaba claro. Aun así, ella puso de su parte y llegó por fin, pues quería tratar bien a Maurice Noël. Sonreía, exhibiendo un cariz relajado mientras nos explicaba lo terrible que era eso de no tener nunca tiempo para sí, de tener siempre que dejar escapar las cosas que uno quiere. Le había resultado imposible, después de esa larga conversación telefónica para arreglar sus asuntos pendientes, sacar la correspondencia de Paul Valéry del baúl donde centenares de cartas estaban guardadas. “De todos modos, ni siquiera habría tenido tiempo de echarles un ojo. Se trata de obras maestras de tal envergadura que no hay que actuar así. Regresará otra vez, señorita, y ahí, se lo prometo, tendremos todo el tiempo que usted desee para leerlas”.
Jeanne creía estar a punto de alcanzar una vida que le sentaría mejor que todas las que había llevado hasta entonces. Tenía el deseo, nuevo en ella, de decir abiertamente lo que creía ser su verdad. En su curriculum vitae escribe:
En 1945, Jean Voilier pensó en rehacer su vida con un gran editor que tenía la misma edad, la misma cultura, los mismos gustos que ella, así como el respeto de sus afectos. Entreveía un porvenir en el que, apoyándose uno a otro, podría al fin disminuir su ritmo de trabajo.
Se lo comunicó a Paul Valéry, quien, pese a la pena que pudiese sentir al saber que el día de mañana ella ya no estaría absolutamente “libre”, no solo lo entendió, sino que dio pruebas de su aprecio hacia el hombre con el que ella había aceptado compartir su vida. La nobleza de esos dos hombres que la amaban y a los que ella amaba le hacía vivir un ambiente excepcional. Desgraciadamente, ella se preocupaba: el estado de salud de Paul Valéry, que desde hacía años peligraba, daba obvias señas de estar agravándose. Murió en julio de 1945, dejando en ella un vacío que, lo sabía, jamás sería llenado.
La verdad acababa saliendo a plena luz del día y él no podía aceptarla. Seguramente le torturaba la duda, pero, aunque fuese con dificultad, se avenía a ella. Sintiendo que Jeanne se estaba alejando, llevaba meses sufriendo y no había tenido remilgos en hacérselo saber. En enero de aquel año 1945, le escribió:
[...] Cuanto más avanzo, más ternura necesito. En el fondo, no queda más que eso en el mundo. ¡Qué horroroso, envilecido, tonto y vano es todo el resto! Incluso la mente... ¡Pues cuando vemos lo que se gesta como Letras! Lo que se soporta. Los “Valores”.
Ella tardaba más que antaño en responder a sus llamadas. Él también sentía que ella ya no intentaba calmar su angustia. Ese domingo de Pascua sería un desastre para él, y también para ella, que creyó no hacerlo sufrir. Objeto de una profunda desesperación, Valéry escribió:
[...] Bien sabes que estabas entre la muerte y yo. Pero desgraciadamente parece que yo estaba entre la vida y tú. No veo salida. No veo salida. Ese día de la Resurrección será para mí el del Sepulcro.
Repite así las frases, a veces, bajo el efecto de la emoción: “No veo salida. No veo salida”. Y, por otro lado, sigue apegado a lo que ella está haciendo, y en la P. D. pregunta: “Corregí las galeradas, ¿cómo se las entrego?” (Se trata de las galeradas de la alocución que había pronunciado en la Academia Francesa, en la sesión del jueves 9 de enero de 1941, después de la muerte de Henri Bergson, y que fue publicada bajo el título de Paul Valéry–“Henri Bergson”, en la colección Au Voilier, en la editorial Domat–Montchrestien, acabada de imprimir el 15 de mayo de 1945.)
Al comprender lo que acababa de hacer, Jeanne reaccionó como acostumbraba hacerlo. Regresó a casa y se acostó. Estaba enferma y lo llamó. Paul Valéry le respondió inmediatamente, el 17 de abril de 1945:
[...] Eras mi niña, mi razón de ser suprema, mi única y última manera de existir, y mi orgullo no estaba ni en mi obra, ni en mi nombre, sino en el amor de calidad única que creía para siempre en ti, para mí. Bien sabes que nada en el mundo, nada de lo que éste puede dar, pesaba en mi opinión lo que significan para mí tu fervor y tu ternura. ¡Desgraciadamente! [...]
La caída fue muy brutal. Pero a tu voz dolorosa, el amor roto te responde desde el fondo del precipicio.
[...] Admito que las lágrimas que se me saltaron ya no eran las lágrimas de esta noche, lágrimas de impotencia, de la desesperanza y del rencor, del orgullo herido en plena cara. No, eran las efusiones de una ternura infinita —digo infinita...—. ¿Cómo quieres que resista, yo, a tu sufrimiento? Me digo en vano que me sacrificaste ejecutando un cálculo sensato, muy bien pensado, necesario quizá, pero cuidadosamente oculto mientras nuestras relaciones seguían íntimas y confidentes. Es atroz pensarlo, que me hubieras condenado y en el momento de comprometerte no sintieras quién sabe qué cosa en tu encogido corazón, ni imaginaras lo que me sucedería cuando me enterara de que había sido traicionado; y en las condiciones más banales e incluso ridículas, que seguramente suscitarán la burla acerca de nosotros dos y harán triunfar a diversos amigos o amigas, pues sé de la envidia que existe en ese mundo abyecto hacia todo lo que es noble y se antoja puro. Pero después de todo, esa risa sarcástica no es nada. [...] Espero ansiosamente noticias tuyas. Cuelgo de tu vida como colgué y cuelgo, desgraciadamente, de tu corazón.
Al día siguiente, manda otra carta desgarradora:
[...] Quizá piense usted que el colmo del amor en mí debería consistir en desmayarme sonriendo, volverme un recuerdo entre otros sin amargura, sin toda esa bobería trágica.
No puedo. No puedo. Nada tiene el poder de arrancarme del alma esos ocho años de ti.
Nadie te habrá llevado en su ser, en su mente, en su esperanza como lo hice yo. Desgraciadamente, no pude, sin duda, hacerme escuchar en lo profundo por ti. Y tú no me hablaste con toda confianza cuando sentiste que no podías más y estabas a punto de actuar. ¡Ah, cuando pienso en la extraordinaria y demasiado tardía coincidencia de nuestros seres en ese milagro de resonancia total ahora convertida en desgarradora disonancia! ¡Oh, divinidad mía que eras tú, y heme aquí llorando todavía! ¡Oh, cuídate, cúrate! ¿Podría verte mañana?
Otra carta sin fecha habla con fuerza y comicidad, como para distraerla, de la presentación de los esbozos de Mon Faust, a la cual asistió en la Comedia Francesa, y predice que la obra teatral, su obra teatral, será un fracaso. Luego prosigue:
Y qué es todo eso, ya que no supe, no pude conservar el único tesoro, un corazón —cierto corazón— y ser ahí el que es el único y el ser al que nadie se compara. Como yo, no podía comparar con nada mi diamante vivo. La idea misma era imposible de concebir. Y, sin embargo. Sin embargo, la comparación se impuso: una situación de novela muy banal se creó: jamás me perdonaré esta envilecedora derrota: acabo esta vida en la vulgaridad, víctima ridícula ante mí mismo, después de haber creído acabarla en un crepúsculo de amor absoluto, incorruptible y de poderío espiritual reconocido por todos como siendo severa y justamente adquirido.
Además, debía de sentirse culpable, ya que, tomando una resolución que difería tanto de la manera en que había vivido hasta entonces, no había sospechado que hacía correr un grave riesgo a la salud de Paul Valéry. De hecho, no tuvo verdaderamente la culpa de su muerte: él estaba demasiado viejo y débil como para soportar el impacto de la ruptura que se había complacido en creer imposible entre ellos. Ella vivió entonces el primero de los grandes sufrimientos que iba a padecer.
Jeanne quedó afectada en lo más profundo de su ser por la muerte de Paul Valéry. Pese a la frágil salud del poeta, nunca imaginó que un día lo perdería. Necesitaba ese amor tan excepcional, tan grande. En el momento del terrible domingo de Pascua de 1945, no sabía que el porvenir por construirse con Robert Denoël, al que dedicaba toda su atención, ponía en peligro la vida del poeta. Se había creído de veras lo suficientemente fuerte como para lograr que su genial amigo aceptara este amor que ella seguiría sintiendo por él y que, en efecto, no cambiaría. Se habría dedicado a vivirlo como siempre lo había vivido. Según ella, sus relaciones podrían haber seguido igual, ya que su intensidad siempre sería la misma. Habría seguido respondiendo, como lo había hecho siempre, a esa pasión tan extraordinaria que no se parecía a ningún lazo carnal o espiritual. Tal vez se hubieran visto con menos frecuencia. Hubiera sido la única diferencia. El duelo por ese amor seguramente fue difícil para ella. Después de la estancia en Divonne, donde Robert Denoël había ido para encontrarse con Jeanne, ella se refugió en casa, en ese castillo de Béduer que tanto le gustaba y donde habitualmente lograba encontrar una suerte de paz.
*
Menos de cinco meses después de la muerte de Valéry, en la noche del 2 de diciembre de 1945, en el bulevar Les Invalides, estalló una de las llantas del coche en el que viajaban Jeanne y Robert. Después de haber pasado ese domingo en el campo, en Saint–Brice–la–Forêt, en casa de una amiga —Marion Delbo, actriz y esposa de Henri Jeanson, periodista y famoso guionista de cine—, la pareja tomó rumbo a Montparnasse a ver un espectáculo de Agnès Capri, una cantante–oradora de moda, intérprete y amiga de Jacques Prévert. Era frecuente que las llantas estallaran en aquella época en la que los automóviles estaban viejos y maltratados porque, desde la Ocupación, las reparaciones y renovaciones mecánicas ya no existían. Obligado a detenerse, Robert le pidió a Jeanne caminar hasta la estación de policía para buscar un taxi mientras él cambiaba la llanta, para no perderse el principio del espectáculo. Jeanne se alejó rápido. No le gustaba la idea de dejar que Robert se las arreglara solo con el gato y la llave de tuercas, que estaban todavía en la cajuela del coche, al lado de la llanta de repuesto. Pero hacía frío y, aunque compraron los boletos de antemano, más valía no llegar tarde a la sala.
Mientras Jeanne esperaba un taxi en la comisaría, Robert Denoël cayó al suelo con un tiro en la espalda. En el momento en que su taxi estaba a punto de detenerse en la puerta de la comisaría, Jeanne oyó la llamada de Police–Secours que alertaba a los policías y describía el lugar donde acababa de cometerse un atraco —al principio del bulevar Les Invalides, justo enfrente de la calle de Grenelle, bordeando el muro del Ministerio del Trabajo— y rompió en llanto. Dejó a Robert del otro lado de ese bulevar desierto. Y precisamente ahí, en esa esquina. ¿Cómo no imaginar enseguida que la víctima del crimen era su compañero? Sin dudar un instante, pidió al chofer que siguiera a la furgoneta de la policía.
Cuando el taxi se detuvo en el bulevar, tras su vehículo, los policías estaban ocupados en subir a Robert, inconsciente, a bordo de la patrulla. Ella despidió al taxista y se precipitó. Ya no quería dejar a ese herido al que esperaba sostener en brazos. Los policías aceptaron llevarla con ellos al hospital Necker. A su llegada, la víctima ya había fallecido, sin haber recobrado el conocimiento. Por supuesto, habrían de levantarse los informes policiales. Jeanne sería interrogada. ¿Acaso no fue la última persona en haber visto a la víctima con vida? ¿Y qué lazo había entre ellos? Devastada por la pena, Jeanne se esforzó por contestar lo mejor que pudo. Estaba totalmente conmocionada, no veía la hora de regresar a casa.
Necesitaba estar sola. Llamaría lo más rápido posible a Yvonne Dornès para ponerla al tanto de su desgracia y al día siguiente mandaría buscar el coche con la llanta reventada.