La reparación de la poesía en el blog de Carlos Alcorta
Acaso sean la primera y la última de las conferencias —«La reparación de la poesía» y «Fronteras de la escritura»—, ubicadas en ese orden en el libro, las que más directamente aluden al poder reparador de la poesía, a esa función salvadora de la conciencia individual que se trasmuta en conciencia colectiva, aunque Heaney descrea —y uno no puede más que estar de acuerdo— del poema que se escribe únicamente como arenga, como medio propagandístico, como forma de denuncia, porque «al desempeñar esta función los poetas corren el riesgo de despreciar otro imperativo, a saber, el de reparar la poesía en cuanto poesía, el de concebirla como una categoría en sí misma, una eminencia reconocida y una expresión que se ejerce con medios específicamente lingüísticos». La función principal del poeta, como se ha repetido tanto desde Rilke en adelante, es escribir bien. Partiendo de esta premisa, cualquier asunto puede resultar idóneo para ser poetizado, cualquier intención es susceptible de sustentar la emoción que da pie al poema, pero el respeto que la poesía exige obliga a que nunca se pueda anteponer el mensaje al rigor creativo. «Mi intención —escribe Heaney— es profesar tanto la seriedad como su carácter sorprendente; quiero ensalzar su materialidad natura e imprevisible, el modo en que entra en nuestro campo de visión y anima nuestro ser físico e intelectual de manera muy parecida a esa formas de pájaros que se estarcen en las superficies transparentes de ventanas y paredes de cristal, y que alteran la trayectoria del vuelo de los pájaros reales cuando entran en su campo de visión». Sin desligarse del análisis metapoético, determinante en todas las conferencias, otro asunto vertebra especialmente «Fronteras de la escritura», y no es otro que la fidelidad a una cultura ancestral y la necesaria conciliación entre las diferentes identidades que habitan en un individuo en función de su lugar de nacimiento y de las influencias recibidas. Este ensayo debería incluirse como lectura obligatoria para todos aquellos que padecen la contagiosa enfermedad del nacionalismo exacerbado (no lo califico de excluyente porque este adjetivo es consustancial a su propia naturaleza) y utilizan con insultante demagogia el victimismo como excusa para alcanzar las cotas de poder personal que ansían. Leamos con que sabiduría se enfrenta Heaney a este dilema muchas veces tergiversado: «Yo me crié en el seno de una minoría en Irlanda del Norte y me formé en la cultura británica dominante, y, aunque para mi identidad irlandesa esta circunstancia era en cierta medida exasperante, no se puede decir que fuera perjudicial. Esa erosión no erosionó mi identidad sino que la reforzó. La dimensión británica… es una realidad de nuestra historia e incluso de nuestra geografía, uno de los lugares donde vivimos, nos guste o no». Resulta ejemplar este diagnóstico tan alejado de las iracundas declaraciones de la mayor parte de nuestros gobernantes (a quienes, es cierto, no les podemos exigir este grado de sutileza, pero a quienes sí debemos interpelar para que actúen con honestidad) y de aquellos denominados creadores de opinión, generalmente al servicio de intereses más espurios.
Como señalé al comienzo, para analizar la poesía como un procedimiento inigualable para alcanzar la salvación (y no hablo, claro está, en términos religiosos), Heaney, en las diferentes conferencias, desmenuza, a partir de un título o de un poema concreto, la obra de poetas como Christopher Marlowe, Wilde, Yeats, Dylan Thomas («¿Dylan el perdurable?», de imprescindible lectura también para los incondicionales del recientemente fallecido Leopoldo María Panero), Philip Larkin o Elizabeth Bishop, aunque por estas páginas aparezcan muchos poetas más, como Auden, Wallace Stevens, Yorgos Seferis, Patrick Kavanagh, etc. El amplio conocimiento de la tradición anglosajona que demuestra Heaney y la manera tan didáctica de acercarnos a ella convierten la lectura de este libro en una experiencia asombrosa que habrá de repetirse tantas veces como lo requiera nuestra curiosidad o el deseo de aplacar las incertidumbres de la propia conciencia. Una conciencia obligada, en esta época tan convulsa, a estar alerta, a impugnar los modelos de sumisión establecidos en nombre de un bien común que beneficia sólo a los tahúres y a los prestamistas.
CARLOS ALCORTA