La ruta natural en Revista crítica




Ernesto Hernández Busto (La Habana, 1968) es uno de los escritores cubanos  menos conocidos en Cuba. Desconocimiento motivado, me apresuro a decirlo, por razones ajenas a los valores de su escasa pero cada vez más sólida obra, fundamentalmente ensayística. Quizás podamos atribuir esta omisión al hecho de que radique fuera del territorio nacional desde hace más de veinte años. No es el único que, por tal razón, padece esta condición de ignorado perpetuo –ahí tenemos el caso, casi paradigmático, y por solo citar un ejemplo, de José Manuel Prieto, tal vez el mejor novelista de mi generación–, aunque sí me atrevería a decir que puede ser Hernández Busto el más relegado o eludido.Sin embargo, cada nuevo libro suyo parece confirmar el dislate que tal omisión puede significar en la historiografía literaria del país.
 
Es posible también que dicha inadvertencia se deba al hecho de no haber publicado libro durante su corta estancia en la Isla. Aun así, es pertinente recordar la participación de Hernández Busto durante esa primera temporada de vida en dos sucesos literarios que, a mi modo de ver, resultaron fundamentales en el difícil y escabroso período transcurrido entre 1988 y 1992: el proyecto cultural Paideia y la revista Naranja Dulce, de los cuales fue fundador y activo participante. Tanto “La educación sentimental”, su columna en ND, como sus aportes teóricos al programa de estudio de Paideia resultan suficientes para avalar al menos una nota al pie en los “anales” de este fragmento de la historia literaria reciente en Cuba.
 
Sin embargo, su firma comienza a hacerse más notoria durante su estancia en México a partir de 1992, al formar parte del comité de redacción de la revista Poesía y Poética, dirigida por Hugo Gola, y bajo cuyo sello aparecen publicados por primera vez en nuestro idioma algunos de los nombres fundamentales de la poesía contemporánea. El trabajo de traducción de EHB dio como resultado la publicación de obras de Eugenio Montale, Andrea Zanzotto, Joseph Brodsky o Valerio Magrelli, por solo citar algunos.
 
Poco después, y ya establecido en Barcelona, donde actualmente reside, publica Perfiles derechos. Fisionomías del escritor reaccionario, que ese mismo año (1999) había obtenido el II Premio de Ensayo “Casa de América”, libro que anteriormente había sido publicado en México por la editorial Aldus. Un poco después, en 2005, publica Inventario de saldos. Apuntes sobre literatura cubana por el sello Colibrí.
 
Ahora –2015– la Editorial Vaso Roto de Madrid publica La ruta natural. Su libro más pleno, podría decir, y donde la literatura de Hernández Busto parece dar un giro esencial en su vocación de analizar una circunstancia recurrente en su obra: la relación entre vida y escritura. Si bien sus dos libros anteriores dejan entrever una intención analítica que combina la concentración rigurosa en el objeto de estudio con la presencia de experiencias biográficas (un poco a la manera de Montaigne, esa siempre envidiable influencia para cualquier ensayista serio), es en La ruta natural donde esta propensión parece alcanzar una dimensión extraña, intensa y novedosa en la literatura cubana contemporánea.
 
En este sentido, conozco solo dos libros que, de alguna manera, podrían acercarse, o tal vez “compararse” a este nuevo texto de Hernández Busto; dos libros escritos, coincidentemente también, por dos escritores cercanos a él (como promoción). Me refiero a Otras mitologías, de Reina María Rodríguez, y a El corazón mediterráneo, de Omar Pérez. Esta comparación, sin embargo, es solo un intento por establecer una cierta afinidad, o proponer un punto de referencia que de alguna manera ponga en contexto al lector; tal vez un intento análogo en la forma de situarse frente al hecho literario, de asumir la escritura como “un camino inseparable de la vida, como búsqueda y método de aprehensión”, un corpus reflexivo que rebasa la catalogación de los géneros establecidos. Rara avis, ambos, en nuestro panorama editorial, a fin de cuentas (más El corazón… que Otras mitologías) son libros con una pretensión ensayística final, una intención muy diferente al libro de Hernández Busto, aunque en su estructura combinen, al igual que La ruta…, la inserción de prosas varias, intentos de ensayo, reseñas, apuntes de diverso tipo, reflexiones íntimas, viñetas, poemas, etc. Los acerca, eso sí, una siempre elevada intensidad expresiva, una capacidad de análisis penetrante, audaces puntos de vista, provocadores en su inquietud conceptual.
 
En un espíritu parecido parece  moverse La ruta natural. Sólo que, en este caso, se trata de un libro que parece haber sido concebido como un diario. Un diario desordenado, aleatorio, sin orden cronológico y sin fechas, y donde lo más importante no parece estar en la intención de reflejar la evolución de un pensamiento determinado, o de una peripecia vital; es más bien una summa de fragmentos engarzados por una sutil –pero indeleble– conexión: el misterio de la escritura. Una estructura, entonces, que, por su misma “condición”, no aspira a ningún afán de totalidad (aunque tampoco reniegue de ella), a la “sujeción” de una trama (o a su prosaísmo, según Nabokov), una peripecia, una causalidad determinada. En ese sentido, no existe aquí tampoco esa voluntad corriente, inconfesa también, de la narrativa de ficción, de provocar en el lector un cambio, una otredad, una forma otra de ver las cosas una vez concluida la lectura. Hernández Busto, como autor de fragmentos, propone una lectura reposada, sin prisas, dubitativa también, que con frecuencia nos hace volver a lo ya leído, a regresar sobre una idea que nos ha dejado una particular inquietud, “un no sé qué que queda balbuciendo”, en un estilo que, más que agilizar, detiene. “Murmullo de rumores acopiados. Insinuaciones: presagios. Prosodia rumiante…”, al decir de Carlos Olivares Baró. Y ese balbuceo frayluisiano que sentimos al leer La ruta… tiene mucho que ver con la precisión y el rigor de estilo apuntados, recordándonos aquello que decía Valèry, hablando de poesía, sobre la necesidad de una sintaxis precisa, pero donde “el sentido debe permanecer impreciso”.
 
Como bien apunta Eduardo Moga en un artículo a propósito de La ruta…, “Sería un error considerar los fragmentos de este diario como una lectura de lo sucedido en una vida, aunque incorporen abundante material biográfico”. Vida y literatura, por momentos, conforman aquí una simbiosis que nos revela a un escritor para quien casi nada dentro del concepto de Weltliteratur (la literatura del mundo), tan caro a Goethe, le parece ajeno. Una mirada holística, podría decirse, pero sin ningún afán sistémico, ninguna intención abarcadora o pretenciosa. El muy amplio diapasón de esta mirada, que puede ir desde un simple “ejercicio” de traducción comparada hasta la introspección en un texto como las Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro, pasando por el Zibaldone de Leopardi (una referencia constante), el Gaspard de la Nuit, de Aloysius Bertrand, la escritura de Julien Gracq, Edith Sitwell, Chatwin, Tanizaki, Virginia Wolf, Sebald, Canetti, Cyril Connolly, Robert Walser; la pintura de Valerio Adami, el teatro de Shakespeare, un filme de Michael Radford o la locura de Ángel Escobar…, no pierde nunca sin embargo su capacidad de confrontar el beneficio de esos saberes con su posible refracción en nuestra vida cotidiana, única manera en que este conocimiento adquiere sentido. La coherencia de esta perspectiva nos permite admirar las “interpretaciones” que hace EHB sobre un amplio segmento de la literatura universal –incluyendo la cubana, por supuesto-, y, por extensión, como es de suponer, de un grupo de escritores y creadores en general, ya bien admirados, o bien “afines”, por decirlo de alguna manera, como si cualquier aspecto de la creación humana motivaran su interés analítico, ese mismo que le permite hacer las asociaciones necesarias para la comprensión del mundo, para la reflexión permanente y, por qué no, para el ejercicio de la virtud. Esta especie de “voracidad cultural”, insisto, tamizada por un espíritu analítico y asociativo, es aquí el resultado de un pensamiento que “…no surge de una abstracción desligada de la realidad, de su propio cabrioleo analítico, sino de un arraigo muy sólido en las cosas del mundo” (Moga, op.cit.)
 
Una “calidad de la mirada” que parece aliarse con una inteligencia alerta, una cierta “elegancia en el porte” que se hace notar a través de todo el discurso, una elocuencia concisa y refinada a la vez, una fina veladura no exenta, sin embargo, de rasgos irónicos, de sugerencias varias, de guiños cómplices. Más que un pretendido afán clasicista, como tal vez alguien pudiera insinuar a propósito del estilo aquí, el esplendor del discurso en La ruta natural, enmarcado en una estructura fragmentaria y discontinua, posee ese tono íntimo del libro de apuntes personal, de cierto cuaderno de bitácora o un “códice de sosiego desmembrado” donde el recorrido vital y el literario, como ya he apuntado, se imbrican de manera orgánica y precisa. Un  discurso cuidado, prolijo, donde, a pesar del tono intimista que todo tipo de diario posee, no se deja arrastrar por la hybris tentadora, tan frecuente en estos casos, por el juicio vitriólico o bondadoso, o por el estruendo de lo secundario. Como dice el mismo Hernández Busto en un momento determinado, “los escritores dominan el arte de callar el bullicio de los detalles en beneficio de lo esencial”, algo que parece aplicarse a sí mismo con todo rigor. Su mayor eficacia consiste en su habilidad para moverse en ese territorio impreciso entre “lo dicho y lo callado”, esa peligrosa frontera donde se expone lo íntimo y doloroso que nos deja indefensos y vulnerables, pero sin caer en la “torpeza de la evidencia ni en la grosería de la desnudez”. Este rizoma permanente, donde la reflexión sobre lo fragmentario acompaña a lo fragmentario mismo en una sostenida fractalidad, nos provoca una incitación constante al descubrimiento de una verdad velada o entredicha, en un claroscuro incitante, “en una penumbra que perturba e ilumina” (Moga), intimidad que da cabida, en su hibridez, tanto al ensayo como a la poesía, a la crónica o a la memoria. Porque de eso se trata, a fin de cuentas: estamos ante un audaz ejercicio de memoria que nos llega como el susurro amable de una conversación placentera, más a tono con los comportamientos de cierta modernidad a ultranza que con los afanes de una sospechosa posmodernidad; más a tono, como quería Edmund Wilson, con la espera de algo emocionante: conversación animada, alegría, escritura brillante, intercambio de ideas sin inhibiciones. El inglés, seguramente, añadiría algún buen licor a tan amable compañía. Pero Ernesto Hernández Busto prefiere mantener la sobriedad propicia para el discernimiento lúcido. Para el quietismo necesario que debe acompañar toda buena lectura. Para potenciar, una vez más, esa presencia imprescindible, una invocación de la cultura pues, como alertaba Vila-Matas, la mirada contemporánea, cada día más inmoral, pretende deslizarse con la más absoluta indiferencia sobre todo lo que parece pertenecer a la memoria. Porque “La ruta natural” también es eso (además de un excelente título): es un palíndromo. Que viene de “palin dromein”, que significa, justamente, regresar hacia atrás.
 
 
ATILIO CABALLERO