Lo extraño, la raíz en el blog de Carlos Alcorta




Mucho se ha hecho esperar el nuevo libro de poemas de Menchu Gutiérrez, dedicada en los últimos años con mayor intensidad a la novela, con alguna incursión esporádica en el ensayo. Si mis datos no son incorrectos, fue El ojo de Newton, publicado en 2005, su último poemario. Han pasado pues, diez largos años, años, por otra parte, extremadamente fecundos para nuestra autora, pues su nombre se ha consolidado como uno de los más interesantes e innovadores dentro del campo de la narrativa de nuestro país. Uno recuerda con entusiasmo la lectura de algunos de estas obras, como Disección de una tormenta (2005), Decir la nieve (2011) o araña, cisne, caballo (2014) que, además de ostentar unos hermosísimos títulos (Menchu Gutiérrez, para mi gusto, es una de las autoras que mejor titula sus libros), por su particular forma de narrar, de delimitar su discurso, contienen más poesía que muchos libros encuadrados bajo dicho epígrafe.

Lo extraño, la raíz revela, por su particular entramado de poemas en verso, algunos casi de arte menor, con poemas en prosa o con poemas en versículos, un largo proceso creativo en el que se detectan las vicisitudes de un ser inquisitivo, nada complaciente con los estereotipos sociales ni con el ordenamiento artificial de las cosas. La mirada de Menchu Gutiérrez se demora en detalles que pueden pasar desapercibidos para el ojo del impostor o para el ojo del sumiso, pero el escrutinio de esa realidad inadvertida donde lo extraño no se extraña de sí mismo será al fin y al cabo lo que sustantive lo real, porque lo extraño habita en cualquier lugar, está en una galería, en una playa o en un aeropuerto: «lo extraño no nos pertenece».

Los poemas de Menchu Gutiérrez avanzan mediante acumulación, por esa causa, a veces, nos da la sensación de que regresamos al punto de partida, como sucede en el titulado «El río», cuyos versos iniciales dicen: «Los luces están en el camino,/ los pájaros en el río, muertos…» para afirmar, casi al final del poema que «La vida canta con la muerte en el camino». No hay contradicción alguna, pero sí una ruptura semántica que, seguramente, proviene de la ensoñación, de un pensamiento que se resiste a codificar la realidad de manera exacta, que detesta el fatalismo inherente a ciertos conceptos abstractos.

El simbolismo de la escalera es extraordinario, no sólo literariamente hablando, sino en la plástica, aunque realiza una vuelta de tuerca y altera la utilidad prevista, como si quisiera desmentir al Cortázar que afirmaba: «Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas». La escalera de Menchu Gutiérrez sirve para subir al sótano y para bajar al ático, de lo que intuyo que, o se suben hacia atrás o, en este inusual andamiaje, los peldaños están invertidos. Algo, en todo caso, propio de la poesía que se alimenta de su propia necesidad enunciativa, no de postulados impuestos, una poesía concebida como aventura, en la que la materia poetizada surge de una voluntaria modificación óptica («la imagen se hace con el ojo y el ojo claudica») y perceptiva de lo que entendemos por armónico, por eso la poeta es capaz de «ascender por los desagües y a descender por la escalera».

El poema en prosa «El dictado de la montaña», divido en diez fragmentos, cuyos subtítulos parecen sugerir una especie de vía de purificación, de conocimiento, guarda, a mi parecer, relación con el Rilke de Las elegías de Duino, en el que aún existe un firme convencimiento en la palabra como creación autónoma y, por ende, prevalece la intención de crear algo sagrado, un mundo placentero, que sustituya el Dios perdido, aunque no se perciben, desde luego, Menchu Gutiérrez, rasgos del endiosamiento que acució al vate praguense. La montaña es el espacio de la transformación, porque sólo desde su accidentada cumbre podemos responder a las preguntas que nos apremian: «¿Qué hay al otro lado de la montaña? ¿Una solución a los sentidos? ¿Una disolución de la pregunta? ¿Un refugio ilimitado?».

El largo poema final, «La nebulosa», relata una incursión intergaláctica, una travesía simbólica por las circunvalaciones de la memoria en la que la autora pilota una nave que se adentra en el futuro en lo que parece un intento de desprenderse del pasado, de las rémoras de la inmovilidad, de lo ya sabido, como si ambicionara perder la conciencia de las cosas y verlas desde una perspectiva diferente, desde la lejanía: «Cambiar el mundo conocido por el desconocido,/ o tal vez lo contrario,/ abandonar el misterio para entrar en él», escribe Menchu Gutiérrez, o iniciara una búsqueda por el espacio infinito para superar la alienación del yo. No deja de ser curioso, en el contexto de la poesía española actual, encontrar una analogía semejante, porque parece existir cierta tendencia a que la presencia del yo reduzca su protagonismo en el poema, abriéndose a mirada plural sobre la realidad, pero esta mirada, por muy plural que se pretenda, está apegada a lo real. A Menchu Gutiérrez, sin embargo, parece impulsarle un sentimiento de renovación íntima que sólo parece poder darse fuera del ámbito cotidiano o terrenal, por eso realiza un ejercicio de ciencia ficción poética, viaja a un paisaje exterior en el que no existe más conciencia moral que la de la supervivencia. No se trata de que sus poemas reflejen un tiempo aciago, apocalíptico, ni que sean estos premonitorios, pero sí de constatar que apenas existen asideros para soportar esta especie de adversidad emocional que invade a la autora, perdida la fe religiosa y la expectativa de un futuro mejor. Tal vez sea el sufrimiento, el amor, en medio de este caos, lo único que nos mantiene vivos, parecen sugerir versos como estos: «Quizá sea el amor lo que mantiene a distancia las nebulosas,/ lo que hace de ellas espirales, mosaicos, cabezas de caballo,/ anillos…quizá sea amor el albedo de mis manos,/ la luz reflejada del amor de la nebulosa». Quizá alrededor de las nebulosas orbiten sin fin las perplejidades del ser humano, viviendo siempre con el peligro de extraviarse en sus propias contradicciones. Quizá en las nebulosas se encuentre la válvula de escape para una sociedad que se autodestruye con contumacia, sin arrepentimiento. Quizá…no lo sabemos. No sabemos si en estos versos prevalece la alegría o la desesperanza. Lo que si podemos asegurar es que el regreso poético de Menchu Gutiérrez será celebrado como se merece tanto por sus incondicionales como por los lectores perspicaces.


CARLOS ALCORTA