Muerte y amapolas en Alexandra Avenue en Pliego Suelto
Recientemente, el poeta y crítico literario Eduardo Moga (Barcelona, 1962) presentó simultáneamente dos obras: Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (Vaso Roto, 2017) y Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres (Varasek Ediciones, 2016). Si bien cada libro utiliza un lenguaje distinto –el primero es un poemario y el segundo una antología de las entradas del blog del autor–, ambos se centran en la experiencia de Moga durante dos años y medio en el Reino Unido. Pliego Suelto contactó con Eduardo Moga y surgió la idea de que él mismo escribiera sobre estas dos obras, a las cuales ha agregado la primera parte de los diarios, previamente publicados en La Isla de Siltolá, conformando así esta suerte de “Trilogía inglesa”.
El otro día un amigo tuvo la gentileza de escribirme para contarme sus impresiones de lectura de mi último poemario, Muerte y amapolas en Alexandra Avenue. Lo hizo poniéndolo en relación con mi libro anterior, en prosa, el diario Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres, y añadió que acababa de encargar la primera entrega de esos diarios, Corónicas de Ingalaterra. Un año en Londres (con algunas estancias en España) (La isla de Siltolá, 2014), porque intuía que formaban una trilogía, y quería conocer todos los volúmenes que la componían.
En los ojos se me quedó bailando esa palabra: trilogía. La verdad es que no los había concebido como tal, ni entendido nunca como tres capítulos de un mismo proyecto literario. Los diarios, de hecho, son sucesivas recopilaciones de las entradas que colgué en mi blog homónimo, Corónicas de Ingalaterra, cuando vivía en Londres, y no descarto que haya nuevas entregas, lo que convertiría el conjunto en una tetralogía o una pentalogía.
Pero mi amigo no se equivocaba. Visto ahora, un año y medio después de mi regreso a España, casi cuatro desde que creé el blog y empecé a escribir en él, y, lo más importante, también casi cuatro desde que empecé a acumular las experiencias que destilaría después en el poemario, esos tres libros presentan una perceptible, si no unidad, sí cercanía, aunque para que las cosas sean perceptibles hace falta, a menudo, que las perciban otros y así te lo hagan notar.
Los dos diarios que han visto la luz hasta el momento forman parte de un mismo flujo narrativo, en el que dejo constancia de mi adaptación –o, mejor, inadaptación– a la vida londinense, tan atractiva como desconcertante, tan luminosa como indiferente u hostil. Y pretendo hacerlo con las técnicas literarias que me han legado los ingleses, a los que llevo leyendo desde niño (y aun desde antes: desde que mi padre, que los llevaba leyendo desde niño, me hablara de ellos):
La dicción austera, precisa y pragmática, la aproximación objetiva (y objetual) a la realidad, la subestimación o comedimiento –el célebre understatement– y, sobre todo, la ironía. Con esta, que al principio daba cuenta bienhumorada de esos rasgos intransferibles –y, a menudo, incomprensibles– de los britanos, decidí después –cuando el buen humor se transformó, al socaire de la decepción, en una socarronería ácida– aplicarles la misma medicina que ellos habían administrado a los demás en sus viajes y conquistas por el mundo: la observación despegada, sutilmente burlona y no exenta de un cierto sentimiento de superioridad –porque descubrí que los españoles sabemos vivir mejor que los ingleses, aunque estos se crean los amos de la sofisticación–, como la que haría un explorador con saracot (y traje para cenar) de un bosquimano.
Mi propósito esencial con la bitácora era hacer literatura de la vida y un personaje literario del yo, esa losa pesadísima que solo con la muerte dejamos de arrastrar. Pero, paradójicamente, quería hacerlo sin hacer literatura, esto es, sin esa elaboración metódica, espesa y casi siempre fastidiosa que consiste en embellecer, atiplar o amplificar lo que solo necesita ser dicho.
Quería escribir con la punta de los dedos, no agarrando la pluma con el puño. Y creo que lo conseguí. Quería que lo que escribiese –y me doy cuenta de lo resbaladizo que es lo que voy a decir– saliera sin pensar. Puntualizo: sin pensar expresamente, sin pensar racionalmente, pero confiando en que el pensamiento –y el sentido estético– que llevo sedimentando, con lecturas y escrituras, toda la vida, surgiese ya amalgamado en la prosa, una prosa ligera pero musculada, amable pero enjundiosa, y, sobre todo, exacta: una prosa inglesa.
Al final, solo lo que uno se divierte escribiendo –aunque una grave confesión existencial también puede ser entretenida: el concepto de diversión no es unívoco; ninguno lo es– divierte a los demás. Solo lo limpio e ingrávido tiene valor (y permanece).
El poemario, en cambio, aspiraba a comunicar mis vivencias con una entereza y profundidad singulares, como cualquiera de mis libros de versos. El lenguaje se me convierte, en los poemas, en una pasta muy distinta, en la que siento la necesidad de ahondar, y que vierto en la página como una sustancia, transparente y plástica, que amaso y manipulo hasta alcanzar las raíces de la conciencia, los espacios desconocidos o tenebrosos de la interioridad, lo que ignoro, o temo, o repudio, de mí.
Los poemas de Muerte y amapolas en Alexandra Avenue son el reflejo, articulado poéticamente, de una desarticulación vital: de un sentimiento de desarraigo –dépaysement, dicen con acierto los franceses–, y hasta de exilio (aunque voluntario, fruto de un desajuste o discrepancia insuperable con lo que me rodeaba en España), para el que no encontré otro bálsamo que la ordenación lingüística que supone el verso, aunque esa ordenación sea otra forma del caos.
Pero este verso tenía el mismo origen y, lo que es más importante, la misma naturaleza que las entradas aparentemente flemáticas del blog. Su tratamiento difería, pero su esencia era idéntica. Por eso me aventuré a incorporar a algunos de los poemas –los de la sección “Correspondencias”– los posts más afines a la situación que vivía o los sentimientos que desgranaba el yo lírico.
Lo primordial era aquí que esos posts se viesen como parte del poema mismo, no como un aditamento o apéndice, no como una especiosa adición. Los poemas se acercaban, así, a esa totalidad que siempre he perseguido en poesía, sin desatender una evidencia contemporánea: la condición de artefacto de toda construcción lírica; la radical discrecionalidad de sus formas y, por lo tanto, de su contenido: de su emoción.
Los poemas eran poesía y prosa, pesquisa en lo interior y relato de lo exterior (o de lo interior enfrentado a cuanto lo envolvía), ahogo y levedad, pesadumbre y sonrisa, imprevisión y cincelado, siendo, en última instancia, eso: poema.
La trilogía de la que me hablaba mi amigo existe. Existe como manifestación plural de un solo ser, una sola circunstancia y una sola voluntad estética. Aunque no fuera planeado así, incluso aunque ahora me sorprenda verlo así. Pero es que, a veces, el autor es el último en enterarse de las cosas.
Hoyos, 25 de junio de 2017