Muerte y amapolas en Alexandra Avenue en Solidaridad Digital

“Todos tenemos un desajuste interior con el mundo que nos rodea”

“Todos tenemos un desajuste interior con el mundo que nos rodea”
Cuando uno se va, cuando roza el exilio y el destierro, cuando la tierra que se pisa es distinta a la que se añora, ¿qué sustenta? ¿Qué versos, como bejucos, pontifican entre lo dejado y lo que recibe? ‘Muerte y amapolas en Alexandre Avenue’ (Vaso Roto), de Eduardo Moga (Barcelona, 1962) convoca este tema, asunto de antiguo transitado por poetas. ¿Saldrá indemne? ¿Y el lector?

 

¿Muere algo cuando se emigra? ¿Qué florece en su lugar?


Muere la relación que se mantenía con la tierra –con el mundo– y con quien uno era en esa tierra –y ese mundo–. Lo que nos rodea también nos define. Cambiamos cuando cambia. Surge –no sé si florece– otro yo.

 

¿Qué convierte a una tierra extraña en una geografía amable?


La gente, los amigos que hagas, las relaciones humanas que seas capaz de establecer con quienes te rodeen. Esos vínculos convertirán las calles, los edificios, los paisajes, en foros, en espacios de intercambio, en lugares en los que arraiguen y prosperen los sentimientos.

 

¿Es Londres una ciudad poética? ¿Desde qué ángulo?

Todas las ciudades son poéticas, incluso las más feas o inhumanas. Londres es una ciudad fascinante, pero también indiferente y, con frecuencia, hostil. Bajo esa costra de frialdad hay muchos espacios inspiradores, poéticos, si se quiere: el Támesis, los parques, las pequeñas iglesias, las callecitas georgianas, los rincones ocultos a las muchedumbres, los cafés tranquilos, los museos desconocidos, los pubs de barrio en los que tocan músicos aficionados (pero muy buenos), la gente amable que te echa una mano.

 

¿Todos llevamos la condición de exiliados dentro?


Si entendemos por exilio un desajuste interior con el mundo que nos rodea, todos lo somos o podemos serlo, en efecto. Los que trabajamos con el lenguaje, y en particular con la poesía, quizá sintamos doblemente ese desajuste, porque el lenguaje nunca basta para expresar lo que sentimos, y la discrepancia entre la realidad y el deseo puede hacerse insoportable.

 

Encuentro con júbilo una cita de Álvarez Ortega, un gran poeta un tanto olvidado. ¿Cuáles son sus maestros?

Manuel Álvarez Ortega, justamente, es uno de ellos. Pero también San Juan de la Cruz, Cervantes, Miguel de Molinos, los simbolistas franceses, la generación del 27 al completo, Whitman, Proust, Neruda, los Contemporáneos mexicanos, Octavio Paz, Borges, Cortázar, Vallejo, Alejandra Pizarnik, María Zambrano, Pound, Juan Ramón Jiménez, José Ángel Valente, Antonio Gamoneda, Saint-John Perse, T. S. Eliot y Fernando Pessoa.

 

“Vuelvo a España y siento un pinchazo de extrañeza”. El extranjero, ¿cuándo deja de serlo?

Nunca. Los extranjeros están condenados a serlo siempre, ante los demás y ante ellos mismos, sobre todo en algunos países, aunque adquieran la nacionalidad de su lugar de residencia y un conocimiento cabal de su cultura. Pero lo peor que nos puede pasar es sentirnos extranjeros en nuestro propio país. Ese sí es un exilio al que es muy difícil derrotar.

 

¿Qué le engancha tanto –y lo comparto- de González Ruano?


Su prosa fluida, natural, limpia, precisa, expresiva, sin casquería retórica ni espesuras doctrinales; su robustez y, al mismo tiempo, su flexibilidad; la viveza con la que discurre, la sensación de vida que transmite. Ruano era capaz de hacer literatura de la nada. A menudo no tenía nada que decir, pero lo decía; y creaba un artefacto verbal tan delicado como enérgico. Era un sujeto política y moralmente detestable, pero también uno de los mejores prosistas del s. XX español (y un poeta nada desdeñable). 

 

“Cuanto más soy yo / menos alguien soy”. ¿Quién es uno?


Y yo qué sé. Soy incapaz de reconocerme como otra cosa que un saco de emociones brincantes y una maraña de ocurrencias caóticas, que sobrevive en un mundo incomprensible.

 

Una de los capítulos del libro, ‘Clamor cuchillo’, es como una detonación a varios niveles de dolor. ¿Qué lo cura?

Nada, en realidad. Aunque hay algunos lenitivos: la palabra, quizá lo único que nos salve (a veces con susurros, a veces con clamores); el amor –el amor carnal, digo, el amor físico–, que nos procura gozosas aniquilaciones; y la muerte, desde luego, que nos redime de todo lo demás.