Nuevas peregrinaciones. Los pasos revividos
A la poesía mexicana se le deben obras valiosas en el siglo XX. Las escribieron Alfonso Reyes, José Gorostiza, Octavio Paz, Jaime Sabines y José Emilio Pacheco, entre otros. Menos conocido en España, el académico, cónsul y catedrático Hugo Gutiérrez Vega (Jalisco, 1934), autor de una cincuentena de libros, forma parte de los poetas que relevaron con calidad a la generación de Octavio Paz.
Llevado por su cargo de embajador, Gutiérrez Vega residió en Grecia durante siete años, de 1988 a 1995, y allí nacieron sus tres poemarios reunidos en el volumen Los pasos revividos. En el primer libro, Una estación en Amorgós, con textos en prosa, sintetiza su escritura: una elegancia llana, de lenguaje directo que no excluye la belleza. Se percibe en sus páginas una empatía hacia el hombre común, pero aún más hacia quienes eligen el camino de la disidencia. La joven prostituta, el panadero de voz tan potente como su soledad, el religioso que acoge a los disidentes o el médico que va juntando los dolores de los enfermos fueron conocidos por el escritor y ocupan el espacio de su literatura. Se identificó tan hondamente con ellos que la redacción inicial la hizo en lengua griega. Sin embargo, en seguida nos advierte de su escasa fe en las sociedades idílicas: “Llamaba a los lejos la rígida campana de la aritmética”.
Acierta el prologuista, Marco Antonio Campos, al resaltar los retratos conseguidos por el poeta en el segundo libro, Los soles griegos. El marinero anclado en la taberna, el informante que anota la fatiga de sus propias células, el fanariota que ama los crepúsculos y un caballero cauteloso son resumidos con precisión psicológica. Gutiérrez Vega no los define desde una superioridad irrisoria, sino desde la compañía. Sin orgullo o indiferencia ante “las figuras que viven/ en la otra orilla del abismo”.
El tercer poemario se titula Cantos del despotado de Morea. En él destacan los versos donde dos amantes viven ignorando los asedios de la guerra. La escena ocurre en Mistrá, último centro de la cultura de Bizancio. Hugo Gutiérrez Vega combina con maestría los heptasílabos y pentasílabos. Acaba la lectura, nos quedan las impresiones de un conjunto en el que los símbolos no dificultan la comunicación. Una poesía, en fin, transmitida sin ruidos. Como si existiera la profundidad inocente.
Dice Hugo Gutiérrez Vega en uno de los poemas finales de este volumen: “Con nosotros desaparecerá una visión del mundo,/ pero lo mismo pasará con nuestros conquistadores./ Dan risa los imperios más perecederos que las cosas pequeñas de todos los días,/ los signos y los tranquilos gestos del hombre en la tierra”. Y dos páginas después, como una continuación del poema anterior, añade: “Cobijados por ellos jugamos, con todo el cuerpo, el sarcástico juego de la inmortalidad”.
Ese puñado de versos, y ese “sarcástico juego de la inmortalidad”, resumen la esencia de Los pasos revividos, la obra que reúne los tres poemarios independientes, aunque unitarios, que Gutiérrez Vega dedicó a Grecia. Nacido en Jalisco en 1934, poeta y ensayista, académico de la Lengua por partida doble, en México y España, Gutiérrez Vega ha desarrollado una larga carrera como diplomático.
La estancia de Gutiérrez Vega en Grecia no solamente fue política, sino también sentimental y poética. La lectura de los poetas griegos, los clásicos y los modernos, y la exploración de su geografía fueron decantándose en estos poemas que tienen la forma de un bellísimo cuaderno de viaje. Como el viajero dispuesto a guardar sus impresiones, el poeta desgrana nombres de lugares –Amorgós, Mistrás, Pendeli–, cincela paisajes y nos habla de las gentes humildes que encuentra a su paso. La sencillez de su lenguaje poético –¡tan complejo e intenso!– a veces se desliza hacia el terreno de la prosa poética, y el lector va pasando las páginas con la gozosa sensación de curiosear en el diario de un poeta viajero, o en el de un viajero que, como el Odiseo de Homero, o como los ancianos que el propio Gutiérrez Vega retrata, utiliza la poesía como arma para detener el tiempo.
En los versos de Gutiérrez Vega, las descripciones de personajes del pueblo –de marineros, prostitutas o comerciantes– son conmovedoras, pero desde el principio el retrato anecdótico se inclina hacia el gran tema que llena estos poemas y los hace grandes: el paso del tiempo, el devenir histórico, la futilidad de los hechos humanos y de todo lo que se nos antoja eterno... En un país como Grecia, cuna de la cultura occidental, la historia pesa como una losa, y allí donde posa la vista el poeta sólo encuentra ruinas, muerte, destrucción, caída de imperios, palacios incendiados, “niños pasados por aguas”, mujeres suicidadas para evitar caer en las manos de los invasores. Es la historia imparable, la desaparición de todas las visiones del mundo, la que lleva al poeta a afirmar, lacónico: “Llevo a mis muertos en la memoria y acuden cuando se lo pido.”
Ante este planteamiento, el presente sólo es un delgado filo de quietud entre la comprobada destrucción del pasado y la segura destrucción del futuro, y el lector encuentra consuelo en la emocionada y hermosísima oración del poeta: “Allí donde la soledad se espesa/ formando un círculo viscoso,/ donde nos buscamos/ con inutilidad presentida,/ me inclino y pido a Dios/ por los amantes,/ por los que han dejado de amar;/ por los que se han quedado solos/ y viven pegados a una ausencia;/ por los que se hacen daño/ y se separan sin saber la razón;/ por los que no saben hablarse,/ por los abandonados,/ los engañados/ y los que se presienten/ solitarios para siempre [...] En la tarde marina,/ bajo el cielo de las gaviotas,/ hago estas rogativas macilentas./ Dos amantes se besan en la playa/ y el mundo sigue y sigue,/ crujen mis peticiones/ y la vida se apunta/ una nueva victoria.”
F. J. IRAZOKI / PABLO SANTIAGO CHIQUERO