Reseña de Obra Completa 2. Prosa, de Elizabeth Bishop en Babelia





Elizabeth Bishop pertenece al grupo de los excelentes poetas parcos: solo publicó 101 poemas —repartidos en tres libros— en sus 68 años de vida (1911-1979). Sin embargo, a pesar de esa brevedad editorial, se granjeó una sólida reputación en la poesía norteamericana del siglo XX, que dura hasta hoy. Una de las cosas que más emocionan de la lectura de sus prosas que se publican ahora es percibir en ella una modestia sincera en relación con sus méritos e incluso un ataque a cualquier clase de vanidad desenfrenada o desmedida afectación, tan frecuentes en quienes se consideran a sí mismos poetas. Hay una especie de ética que obliga a todos, poetas y no poetas, y en ella radican los modales virtuosos a los que hay que atenerse porque, como decía su admirado G. M. Hopkins, “ser poeta no es el no va más”.
Quizás esa necesidad de marcar las distancias con las egolatrías desbocadas y con los centros de poder literarios que las aúpan (o no) fue la que hizo que viviera en Brasil durante 20 años, aunque la causa más obvia de ese exilio fue su amor por la brasileña Lota de Macedo Soares, con la que convivió hasta la muerte de esta. La novela Cuanto más te debo, de Michael Sled­ge —también publicada por Vaso Roto)—, narra esa peripecia que va desde la euforia amorosa de los comienzos hasta el lento pero inexorable desmoronamiento que acaba en un triste final. Bishop se perfila en este relato como una figura frágil y vulnerable que tiene que luchar contra su alcoholismo, contra sus dificultades para escribir e incluso contra sus propias carencias afectivas, tal vez relacionadas en último término con los padres ausentes desde siempre.
Las prosas como tales son sumamente heterogéneas (y están maravillosamente traducidas): narraciones autobiográficas, crítica literaria, correspondencia con Anne Stevenson, una curiosa guía de Brasil… Las narraciones autobiográficas son deliciosas por todas las razones: su desenvoltura narrativa, su lenguaje atinado y preciso, su capacidad de recrear la realidad de la región de Canadá —Nueva Escocia— donde transcurrió en buena medida su infancia. Una circunstancia decisiva marca ese tramo de su vida: perdió a su padre a los pocos meses de nacer y a su madre —internada de por vida en un manicomio— dejó de verla a partir de los cinco años. Esta doble ausencia no tiñe sus recuerdos de oscuras inseguridades o tenebrosos horizontes: por encima de la ausencia, reluce siempre un sentido pletórico de las cosas primordiales que abarrotan sus escritos con una peculiar luz vitalista. El lado problemático asoma temblorosamente a veces: “¿Por qué sería yo un ser humano?”, se pregunta Bishop con el primer asomo de la autoconciencia a los siete años. “Qué rara eres, vista desde dentro”, sigue diciéndose a sí misma. “… Tú eres tú y vas a ser siempre tú”.
Abandonada la infancia, un personaje destaca sobre todos en su memoria: su amiga la poeta Marianne Moore. Es completamente magnífica la evocación que hace de las visitas a la casita de la poeta en Brooklyn, con anécdotas curiosísimas como el hecho de que Moore fuera muy aficionada al béisbol y viera los partidos por televisión con el portero de su casa (ella por entonces no tenía tele). Solo un lunar ensombrece apenas esa remembranza: Moore utilizó en un poema suyo una graciosa ocurrencia de Bishop, y lo hizo sin citar su autoría. “Un motivo de ligero resentimiento”, dice la poeta discípula, con su estilo característicamente comedido y austero.
Precisión, espontaneidad, misterio: he aquí el triángulo de lo que le interesaba a ­Bishop como poeta. En torno a él giran sus valoraciones, dispersas en sus escasos artículos de crítica que escribió. Precisión significa voluntad de forma y no irse por las ramas ni por la vana hojarasca. Espontaneidad significa frescura, autenticidad, y misterio significa que en una obra siempre lata lo desconocido que genera multitud de sentidos esquivos. En función de esa arquitectura teórica, Bishop demuestra sus predilecciones: George Herbert, G. M. Hopkins, parte de Emily Dickinson, Rimbaud, Henry James, Baudelaire, Neruda, W. H. Auden, Robert Lowell, Marianne Moore, Hemingway… También le interesó la poesía brasileña, que tradujo al inglés, y amó a Chéjov, a Isaak Bábel, a Santa Teresa, a Kierkegaard, a Simone Weil, sin olvidar su devoción por la pintura —Klee, Seurat— y por la música —Anton Webern…—.
A estas prosas variopintas de Eliza­beth Bishop les acompaña sin cesar la finura espiritual, la agudeza conceptual y un asombroso reconocimiento de lo que existe como fuente de plenitud existencial, lo cual hace que hasta una tiza y una pizarra y unos cuadernos, o un reloj, o unos lirios, o unos zapatos se yergan como realidades absolutas para el misterio, con talento de pintor supremo, a lo Paul Klee, por ejemplo.

ÁNGEL RUPÉREZ