Simic en La voz de Galicia
«Si todo lo trato al mismo tiempo como un chiste y como un asunto serio, es porque honro el eterno conflicto entre vida y arte, lo absoluto y lo relativo, el cerebro y el estómago, etcétera. Ninguna filosofía puede hacernos olvidar un dolor de muelas?, algo así». Esta anotación contenida en el libro El monstruo ama su laberinto podría condensar grosso modo la hermosa poética de Charles Simic (Belgrado, 1938), pero también esconder un mecanismo de defensa ante los golpes que la vida ha infligido a alguien que a pesar de todo quiere seguir amándola, viviéndola, apasionadamente.
Puede ser, así, resumen de la filosofía existencial de un ser humano que atravesó el siglo XX como quien enfrenta los oscuros conflictos que este le deparó. Nació en una Yugoslavia en permanente convulsión desde la Gran Guerra y se crió en ella bajo la ocupación alemana, los bombardeos aliados y el imperio de Lenin y Stalin. Después, empujado por la tozudez materna y el sueño americano de su padre, le tocó el destino del expatriado, desde el momento en que se instaló con su madre y su hermano en un hotelucho de París a la espera de reunir dinero para emprender viaje a EE.UU. En su corta estancia francesa, siendo un adolescente, tuvo constancia por primera vez de su recién adquirida condición, bajo la mirada hostil de los parisinos, hacia la fealdad de sus ropas y su pobreza, mientras una dependienta examinaba al trasluz su dinero: «A las dos semanas [de llegar] me di cuenta de que tenía una nueva identidad. En lo sucesivo sería un extranjero sospechoso». Esto lo cuenta Simic en su libro de memorias Una mosca en la sopa, cuyo relato se solapa con algunas de las piezas fragmentarias que componen los cuadernos, como sucede con la historia de su abuelo que, enfermo de diabetes, y amenazado con la amputación de la única pierna que le queda, aprovecha que su esposa sale de casa para ensayar su propia muerte, postrado en el velatorio. «Ahora comprendo que me hice mayor entre personas muy ingeniosas. Sabían cómo contar historias y cómo reírse y eso marcó la diferencia». Es claro que su humor le viene de familia, de la extraña mezcla que produjo la rama paterna de vividores y pueblo raso de cantina y la materna de pusilánimes y exquisitos venidos a menos. Porque su escritura es sobre todo, y a la vez, un canto a la vida y un desafío a la parca; no en vano le gusta repetir que solo espera que sus chistes «agraden a la muerte».
Ese contraste iluminador, que desnuda toda solemnidad, fundamenta una poesía que mantiene alejada de elitismos, pegada a la gente (tendencia que se acrecienta en su madurez), como su propia vida, exenta de pedantería y academicismo, de guetos intelectuales. «No olvidemos que también Romeo y Julieta solían tirarse pedos y rascarse el culo alguna vez», advierte, o «Pasé la noche acostado, pensando en la vastedad del universo mientras mi mujer roncaba en la almohada contigua». Sus cuadernos pueden así leerse como se lee su poesía y, sobre todo, sus memorias, como una forma de recuperar el tiempo, de reconciliarse con el pasado en blanco y negro, con aquel niño de la calle, de aceptar la vida con naturalidad y humor, incluso en sus aristas y decepciones. Su obra puede leerse como un continuo, como un todo indisociable, y gracias al cuidado sello Vaso Roto, y al criterio de Jordi Doce, cada vez mejor en castellano.