Zócalo en Milenio




En 2012 el poeta sirio–libanés Adonis visitó México. Ahora vuelve en el marco del Encuentro Internacional de Poesía de la Ciudad de México que se llevará a cabo del 14 al 16 de noviembre, y vuelve con un libro que nació de esa visita: Zócalo, publicado por la editorial Vaso Roto y que comenzará a circular en librerías. Ofrecemos el prólogo a cargo de uno de sus mejores lectores: otro poeta


La luz, que tiene rostro,
no tiene entrañas.
Lo oscuro tiene entrañas
pero no rostro.


Adonis

Desde la publicación en España de Canciones de Mihyar el de Damasco, en 1968, la obra del poeta sirio–libanés Alí Ahmed Said Esber, mundialmente conocido como Adonis —personaje de origen fenicio asimilado a los mitos griegos—, ha circulado con cierta fortuna y continuidad en la lengua de Góngora y Sor Juana. Figura central de la modernidad de las letras árabes, su labor poética, editorial y crítica ha dado lugar, desde la década de 1950 en Beirut, a una serie de revisiones de tópicos de su tradición cultural y literaria, algunos de ellos considerados intocables e inamovibles para ciertas élites ortodoxas del Islam. Nacido en 1930 en el pueblo de Al Quassabin, será testigo en la línea de fuego de los cambios políticos y geográficos de Medio Oriente tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial y la inclusión del Estado de Israel en la zona.

En esa encrucijada de la Historia comenzarán a surgir sus primeros poemas y, también, sus primeras grandes preguntas respecto de su oficio. ¿Qué tanta información de la actualidad puede contener un poema? ¿Cómo se integran las circunstancias del presente al presente poético? ¿La milenaria tradición poética, construida antes y después de ElCorán,debe mantenerse inalterable en relación a la tradición occidental removida hasta sus cimientos por las múltiples vanguardias del siglo XX? Estas y otras interrogantes se propone despejar paulatinamente el joven Adonis, con pocas complicidades en su radio de acción, en un medio hostil y reacio a los cambios, en especial, si provienen de la decadente Europa o de los frívolos y materialistas Estados Unidos. La doble militancia, la política y la de la modernidad, lo llevarán a prisión y a un disimulado ostracismo local. Afortunadamente, su obra comienza a circular y a reconocerse en los círculos parisinos desde comienzos de la década de 1960. Mérito del establecimiento de esas coordenadas iniciales en su credo estético —que apuntalan lo poético sobre lo ideológico—, décadas más tarde publicará El libro del asedio (1985), pieza crítica e incómoda para todas las partes involucradas en el conflicto en el que la voz del poeta confluye en el decurso de las preguntas, territorio por excelencia del arte de la poesía.

Entre los viajes de Beirut a París, en algún momento se encontrará y trabará amistad con Octavio Paz. Ambos rondaban los “campos magnéticos” del surrealismo en los últimos años de vida de André Breton; las conversaciones y la cercanía con Henri Michaux o con Yves Bonnefoy —presencias fraternas y cómplices de los dos escritores—, también tendieron puentes entre estos poetas nacidos en la “periferia” de Occidente. Lejos de toda militancia e incondicionalidad, cada uno se acercó al movimiento vanguardista con afanes y en circunstancias diversas; para el poeta árabe, el surrealismo se presentaba, en ese justo momento, como un espíritu artístico y moral con el que era posible actualizar, desde la crítica, su riquísima y, a un mismo tiempo, anquilosada tradición. Para el poeta mexicano, próximo a comenzar una nueva etapa en la India, la impronta surrealista había tenido, en su pasado reciente, una proyección libertaria y fértil reconocible en las tramas visuales y conceptuales de libros como ¿Águila o sol? (1951), La estación violenta (1958) o Salamandra (1962). En ese cruce de caminos, Adonis daba inicio a su gran cruzada reformista y, de cierta forma, Paz concluía una de sus “edades poéticas” y se aventuraba, en su siguiente estación, por tierras incógnitas del lenguaje y de sus representaciones en el espacio de la hoja en blanco.

Con estos antecedentes, los poemas y los ensayos de Adonis publicados con constancia en la revista Vuelta, fundada y dirigida por Octavio Paz desde mediados de la década de 1970, reanudarían aquellas conversaciones y discusiones. No obstante esa familiaridad con su obra, los lectores mexicanos tardarían varios lustros en escucharlo, de viva voz, durante un encuentro de escritores celebrado en Tampico, en 2004. Aquellas primeras impresiones forasteras sobre México tuvieron que sumarse, y también contrastarse y definirse, con las que registrarían su mente y sus sentidos durante su segundo periplo mexicano en 2012. El resultado de esas operaciones de la memoria, y de la conciencia poética, produjo un artefacto verbal que Adonis tituló Zócalo, palabra que llega al castellano del italiano “zòccolo” y que, a su vez, proviene del latín “socculus”. Aunque es un tema para filólogos, la etimología del vocablo —de uso frecuente en la arquitectura— refiere al basamento de un edificio o un monumento; sin embargo, como acepción exclusiva de México, la palabra designa, según María Moliner, “a la plaza principal de una ciudad”. Y por supuesto, la plaza de plazas es el Zócalo de la capital del país, el ombligo de la luna y el kilómetro cero de la historia y de los mitos de México.

¿Encontraría Adonis resonancias de la palabra “zoco”, venida del árabe “assúq” para designar plaza y mercado, con la singular acepción mexicana de “zócalo”? ¿En esa posible confluencia semántica y sonora el poeta estableció el epicentro del devenir de su canto? Llevado por el ritornelo o mantra, “El sol ama los caminos de los mayas”, el largo poema se asume como una road movie proyectada en el espacio y en el tiempo. Lejos de pasar revista a los estereotipos de lo mexicano o de capturar postales líricas, el ojo y el pensamiento que rigen el discurso lírico son los de la memoria del poeta y de la tribu. Adonis necesita “vagabundear en profundidad” para ordenar su inventario del mundo. Las calles de la Ciudad de México, las ruinas mayas, el Museo de Antropología o la Casa de León Trotsky se resuelven en el heideggeriano claro de bosque donde todos los tiempos convergen, propiciando un fértil juego de correspondencias o de recapitulaciones donde la historia o la arqueología han cedido su puesto al orbe de la poesía.

Con la certeza de que “Lo real es también una metáfora”, la edad dorada de la civilización maya se torna, en la mirada restitutiva del poeta árabe, en rituales y mitos colocados en el “mundanal ruido” de nuestro presente histórico. La lectura de Zócalo de Adonis remite, como un probable antecedente a Air Mexicain–Aire mexicano (1952) de Benjamin Péret. En ambos, la revisión del paisaje religioso de los antiguos mexicanos en sintonía con la majestuosa arquitectura y su concepto de civilización se resuelve —sin necesidad de un instrumental de medición europeo— en experiencia de otredad. Sin ánimo de teorizar ontologías de los tiempos mexicanos, de sus sincretismos raciales y culturales, a la manera del superhombre de D.H. Lawrence o de Aldous Huxley, los poetas descienden y se elevan por los infiernos y por los paraísos de un México intemporal, deslumbrados y perturbados por sus contundentes y contradictorios planos de realidad. Con una intuición central, en el caso de Adonis, el sentimiento de compasión se asume no como la tabla de salvación de la conciencia amenazada. Solo así la emoción de la vida contemplativa desemboca en memoria, la fascinación sensorial trasciende por obra de la palabra en el tiempo poético. Bitácora de los sentidos, el poema da origen, en su mismo impulso, al viaje y al viajero. En su aliento versicular, cada uno de los cantos funciona a modo de viático hacia una travesía para la cual es menester despojarse de ciertas certezas y sentimentalismos: “Abandonando mis suspiros a sus niñerías, he pensado en/ añadir una cuerda al laúd de los sentidos”.

Para acompañar los tiempos del sol en el Valle de Anáhuac o en la península de Yucatán, o sus lluvias o las migraciones de aves, el poeta además de vidente se mueve por los pueblos del mundo con algo de chamán y alquimista. En varios momentos de Zócalo se da noticia de esos oficios y de esos saberes, por ejemplo, en esta revelación sobre dos elementos cardinales de la materia que, por su ímpetu discursivo, resulta a la postre una invocación: “Esta noche sabré cómo el agua y el fuego comparten la misma almohada”. O estos versos que escancian un conocimiento elaborado por varias centurias y que se expresa, con precisión y transparencia, gracias a un giro de humor e inocencia propios de un loco o de un niño: “Hace algún tiempo que las nubes no me prestan atención./ El sol es una rosa que no tiene el mismo tiempo que el hombre./ Sol, sol, sol”. O esta visión arcádica que concede a los hombres una nueva oportunidad para refundar su existencia en armonía con la naturaleza, tomando en cuenta una lección anotada en el principio de la creación: “solo la lluvia sabe cómo anudar una alta amistad entre el espacio y la tierra”. Con esa confianza y esa fe que recuerdan a Carlos Pellicer. El agnosticismo del poeta levantino no es obstáculo para la celebración y la comunión; por eso, en la euforia de los grandes encuentros exclama: “¡bebiendo agua de Sumeria en las jarras de los mayas!”.

Los cantos que tienen como tema y variación la figura y el legado de León Trotsky responden, entre otros asuntos, a un homenaje y también a un exorcismo. En su juventud, Adonis participó en el Partido Social Nacionalista Sirio, militancia que lo llevaría a una temporada en prisión y, más tarde, a su exilio en Líbano. De esa experiencia sacaría en claro que la política y la poesía, cuando son auténticas y las guía la libertad, pueden cambiar al mundo y al hombre, ampliar sus horizontes, intensificar su paso por la Tierra. Caminar por la casa donde el intelectual ruso pasó sus últimos años criando conejos o recorrer las habitaciones donde combatía el insomnio, cavilando una idea fáustica o tarareando un acorde de Tchaikovsky o Prokófiev, provocó en Adonis reminiscencias de sus andanzas y de sus discusiones políticas de aquellos años juveniles en Siria. En ese lugar de símbolos y sangre, resultó inevitable conversar con los fantasmas de la revolución y del socialismo que pronto salieron al paso. ¿De qué claudicaciones y terrores hablar? ¿Del piolet de Ramón Mercader? ¿De la pesadilla profética de Trotsky? Frente a esas disquisiciones del dolor humano, el poeta árabe prefiere preguntarle a su viejo amigo, Octavio Paz, con quien nunca coincidió en México, asuntos más mundanos cargados de símbolos: “Octavio, ¿qué es esa luz que mendiga en la puerta del estudio de Frida? ¿Era para recordar los lobos de la revolución por lo que Trotsky crió conejos los últimos años de su vida?”.

Los poemas de Zócalo de Adonis, en la delicada y precisa versión de la poeta Clara Janés, circulan exentos de cualquier extrañeza o exotismo. El encuentro con la tradición libanesa en México permitió, de cierta forma, derribar lugares comunes sustituyéndolos por secretas correspondencias. Entre el cedro y el ahuehuete, el trigo y el maíz, el dátil y la tuna, el espíritu religador del poeta árabe no tomó atajo alguno. Prefirió, en todo momento, el camino largo y sinuoso, de innumerables bifurcaciones, conectado con otras épocas, dispuesto siempre al extravío, guiado por la única certeza de su canto celebratorio y crítico: “El sol ama el camino de los mayas”.


ERNESTO LUMBRERAS